Aguafuerte sobre mis días en Jordania. Notas sobre el desierto de Wadi Rum y algo sobre la obra de Lawrence de Arabia.
Siendo
aún muy joven –un hombre incompleto– llegó a mis manos un ejemplar de La
Rebelión de los Arabes, de Thomas Edward Lawrence. Fue un obsequio de una compañera de clases de árabe, con la que compartíamos, allá
por 1983, las clases de Irfam que nos
daba el sheik Mahmud Husain en el Centro Islámico de la calle Rojas.
Era
mi segundo intento con el idioma del Profeta, al cual había arremetido por
primera vez a la edad temprana de diecisiete años, fascinado por la tierra en
la que se conjugaban la sangre y la palabra como en ninguna otra. Pero como he
dicho, cuando leí por primera vez a Lawrence, era todavía un muchacho
pretencioso, más atento a mis hormonas que a mis neuronas.
Thomas Edward Lawrence
La
obra era un resumen de las acciones militares llevadas a cabo en Medio Oriente
durante la primera guerra mundial. Se centra en el nacimiento del movimiento
nacionalista árabe en el que Faisal y otros jerifes, con la debida ayuda
británica, había derrotado a los turcos que, durante siglos fueron los feroces
tiranos y verdugos de aquella región del mundo.
Fue
recién en 2012 que mi amigo Daniel Echeverría me regaló la bella edición de Los
Siete Pilares de la Sabiduría, publicada por Libertarias y prologada por Jorge
Arana –maestro del exordio, un arte a veces desvalorado, que merece leerse como
si fuese una obra aparte– .
Es
decir que debo mis conocimientos de la obra de Lawrence a dos amigos en actos
separados por treinta años, hecha la salvedad de que en ese largo interregno no
pude abstraerme a su libro sobre la influencia de las Cruzadas en la
arquitectura militar europea, obra que comentaremos otro día y que es ajena al
motivo de este artículo.
A
diferencia de La Rebelión de los Arabes, Los Siete Pilares me encontraron
sosegado y reflexivo en la plenitud de mi pasión por Medio Oriente, y sus
páginas se revelaron como un sistema capaz de ordenar numerosos cabos sueltos
que se habían acumulado en mi memoria con el correr de los años.
Pero
como soy un hombre que cree que nada está librado al azar en este mundo, y que
Dios prepara el camino para la felicidad y la desgracia, no pude menos que
preguntarme entonces por qué mi amigo Daniel me hacía llegar ese libro el día
de mi cumpleaños número 54.
Encontré
la respuesta en la mañana del 22 de noviembre de 2014. Había llegado al
desierto del Wadi Rum –como parte del contigente de la Fundación TESA– desde el
norte, descendiendo de Amán hacia las aguas azules del Golfo de Aqaba, por
los antiguos reinos bíblicos de Adom, Moab y Edom siguiendo la ruta de los
nabateos que atraviesa Petra, la ciudad de los muertos. Todavía se sentía el frío
cuando entramos en el parking del Centro de Visitas, enclavado en una planicie
de arenisca y granito, conformado por un cuadrilongo de galerías con comercios que venden
fruslerías y en donde hay instalaciones sanitarias para los turistas.
Al llegar a Wadi Rum, frente a nosotros, dominando el horizonte del centro de
turismo, vi una mole de granito que se eleva sobre la arena roja a modo de
inmensas columnas agrupadas en un macizo de belleza inigualable. El guía que
nos acompañaba en ese tramo del viaje –un colombiano hijo de palestinos, si mal
no recuerdo– se me acercó y susurró mirando a la montaña: Allí lo tienes; Los
Siete Pilares de la Sabiduría.
Los Siete Pilares de la Sabiduría, en el desierto de Wadi Rum
Después
supe que esa singular formación rocosa había sido bautizada con el título del
libro de Lawrence, en su honor, recién en 1980. Wadi Rum se encuentra en la
ruta que siguió durante la rebelión de los árabes, que llevaría a Faisal y al
propio Lawrence a liberar Damasco. Si hasta ese momento Jordania había
provocado en mi espíritu una sensación inesperada, esa mañana mi cerebro se
actualizó con infinidad de imágenes y metáforas del libro que me había regalado
mi amigo Daniel y que ahora convertía a ese desierto en un lugar reverenciado.
Lo que teníamos por delante era la ruta de Lawrence.
La
corta experiencia en el desierto jordano me obligó a cambiar la perspectiva de
muchas de mis más arraigadas convicciones. Siguiendo hacia el sur, más allá de
Aqaba, atravesando el Hedjaz, se encuentra Medina, y un poco más al sur La Meca.
Veníamos del norte, en donde habíamos visto ponerse el sol tras el Monte Nebo,
en el lugar en donde descansan los restos de Moisés. Nos dirigíamos al sur para
cruzar hacia el desierto del Neguev, y retomar el rumbo norte camino a
Jerusalén.
El
desierto había sido nuestra casa durante unos pocos días. Un desierto del que
habían surgido las tres religiones que han moldeado la mitad del mundo. Desde el
Caucaso hasta los Andes.
¿Qué hubieran hecho estos hombres con
los salafistas? ¿Qué lugar tenía la yihad en tiempos de Faisal? ¿Cómo hubiesen
reaccionado los hijos del jerife de La Meca en tiempos de la rebelión árabe
contra los turcos ante la sola mención de una guerra santa? Hubiese bastado una
seña hecha por Faisal para que el sedicioso fuese fusilado sin más, y olvidado
en las estribaciones del Hedjaz, o en la arena roja del Wadi Rum.
La lógica de los árabes, hartos de la
opresión turca, era que si los cristianos podían matarse entre ellos, como lo
hacían los británicos con los alemanes, bien podían los musulmanes matarse en
aras de la libertad y librarse de la crueldad sofisticada de los otomanos. Dios
nada tenía que ver con esta guerra. Algo sucedió luego en el corazón de los
árabes; algo emponzoñó el alma de los beduinos que olvidaron el espíritu de Faisal
y se abrazaron en el odio a todo lo que circunvala su desierto.
Recordé también a Huston Smith y su
desesperación, que podía verse en cada programa de su ciclo en la televisión
pública norteamericana cuando trataba de explicar que del otro lado de la vasta y
dilatada frontera de occidente sólo había un vecino: los árabes. Y que nuestro
desconocimiento de su cultura era un hecho exasperante. ¿Cómo íbamos a convivir
con vecinos cuya cabeza era para nosotros un misterio profundo? Eso yo lo había
comprendido de muy joven, pasando las tardes entre drusos que se acaloraban
contando las hazañas de sus padres, que habían combatido en las filas del Beshe
Latra contra la policía kurda de los turcos.
Recordé también a Panikkar. ¿Cómo no
hacerlo? Vivió tratando de explicar que la dificultad que traza un abismo entre
Occidente y el Islam no es otra cosa que la pretensión de universalidad que
surca ambas mentalidades y las marca con un sesgo de exclusión indeleble. “Si
soy monoteísta no tengo que ser necesariamente fanático; en efecto, en este
caso no soy yo quien conoce todas las cosas, aunque crea que hay un Dios que
las conoce…” Pero la aproximación cultural, puesta en la mesa de las
discusiones es una actitud peligrosa y
revolucionaria porque “… toca a lo más profundo que ha fundado toda una
civilización…”
Todas estas reflexiones se amontonaban
en mi cabeza mientras las camionetas 4 x 4 nos adentraban en las gargantas graníticas del
Wadi Rum y su arena roja para llevarnos hasta los caravaneros. Parábamos en los campamentos beduinos en los que nos
ofrecían te en medio de una soledad abrumadora. Nos contaban sus desgracias:
Desde que el Estado Islámico se había enseñoreado de los desiertos de Siria ya
casi no venían turistas y el comercio languidecía. El idioma hacía que me
desenvolviera con mucha dificultad; pero recuerdo un pequeño diálogo en Petra
con un comerciante de mirra que hablaba un inglés tan malo como el mío. Deprimido por la ausencia de extranjeros y por la
guerra cercana me dijo. ¿Qué cree usted Señor que yo quiero? No lo sé,
respondí. Me miró entonces con sus ojos amarillentos y me dijo que él sólo
quería comerciar, alimentar a su familia, vivir en paz y que nadie con barba le
llenara la cabeza a sus hijos. Así de simple. Esa noche en Petra entendí que no
era tal el abismo que nos separaba de los árabes.
Estos y muchos otros pensamientos me
acompañaron en esos días pasados en Jordania. Y volví con un profundo vació. ¿Qué
había hecho yo, realmente, para comprender la raíz de esta guerra que nos
engulle como un monstruo mitológico? ¿Qué había hecho más que advertir –como Huston
Smith– una y otra vez que el fundamentalismo nos lleva al desastre? Y la eterna
pregunta: ¿Qué quiere Dios de mi?
A mi regreso tomé la edición de Los
Siete Pilares de la Sabiduría y comencé a releer, lentamente, sus ochocientas
páginas. Ahora podía entender a Thomas Edward Laurence. Y finalmente sabía por
qué mi amigo Daniel me había regalado ese libro.
Dice Lawrence que …todos los hombres
sueñan, pero no del mismo modo. Los que sueñan de noche en los polvorientos
recovecos de su espíritu, se despiertan al día siguiente para encontrar que
todo era vanidad. Mas los soñadores diurnos son peligrosos, porque pueden vivir
su sueño con los ojos abiertos a fin de hacerlo posible… Siempre me consideré
entre los de esta última clase.
En su magnífica introducción, Jorge
Arana describe a Lawrence como cristiano entre árabes; árabe entre cristianos.
Y hace una asociación con los templarios. De hecho lo define como el último
templario. Resulta curioso que en esos mismos desiertos en los que reina el
corazón de Arabia, hayan quedado de pié las más grandes fortalezas del Temple.
Kerak se yergue majestuoso a pocos kilómetros del Mar Muerto, en pleno desierto
jordano. Al pie de sus murallas se libraron épicas batallas durante las
cruzadas. En sus mazmorras los árabes sufrieron a sus carceleros turcos. En
tiempos de Lawrence fue testigo del paso de las tropas de Faisal –un verdadero
caballero árabe– en su avance hacia Damasco, en donde se convertiría en rey de
Irak al finalizar el mandato británico en 1932. Años más tarde Abd Allah, ibn
Huseyn, hijo de Hussein ibn Alí, jerife de La Meca, se convertiría en rey de
Jordania.
Hoy Irak es un estiercolero en el que se
asesinan chiitas persas, peshmergas del Kurdistan y salafistas alienados, todo
ellos azuzados por las potencias de la región. Me rompería el corazón ver a
Jordania siguiendo el calvario de sirios e iraquíes. Pero los jordanos son pragmáticos. Antes de que partieramos al desierto, en Amman, Faisal Al Rfouh, ex Ministro de Cultura y Profesor de la Universidad de Jordania había sido categórico respecto a la supervivencia del reino Hachemita: "Los israelies saben que sin Jordania tendrían a los tanques iraníes en su frontera. Y nosotros sabemos que sin Israel no tardaríamos en desaparecer..." Por un momento imaginé que en esa mesa, en el rectorado de la Universidad de Jordania, los hombres de Faisal discutían con Lawrence el apoyo británico a la rebelión, sabiendo que ambos se necesitaban en una simetría perfecta.
La era del nacionalismo árabe agoniza,
al igual que agoniza el mundo de Lawrence y el de los hombres que sueñan
despiertos. Pero tal vez valga la pena una última carga de la caballería, para
recordar al mundo que hubo otras guerras mejores, o si se quiere, más honrosas.
Magnifica tu nota. Te felicito . Vislumbro una actitud de apertura. Con mis mejores augurios. Cristina
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