martes, 27 de enero de 2015

Sobre este sitio y su autor

La figura de Godofredo de Bouillón forma parte de mi vida desde la temprana adolescencia. Cuando terminé la escuela primaria, teniendo doce años, sabía más acerca de su vida que la de los héroes de la Independencia de mi país, y conocía más de la historia de la Edad Media que de la de mi joven Patria sudamericana. Se podría decir que algo andaba mal en mi educación; pero no sería justo echar la culpa a mis maestros de escuela ni a mis padres. Por cierto mi padre sabía bastante de historia argentina.

Pero a mí me atrapó la Edad Media. Para esa época –fines de la escuela primaria- nos mudamos a un suburbio de Buenos Aires lo cual en un principio fue traumático para toda la familia, acostumbrada a la vida en el centro de la ciudad.

En Villa Pueyrredón pronto descubrí una biblioteca pública y me hice socio y habitual concurrente. Pese a lo humilde de la colección, allí, en esos estantes de la “Biblioteca Popular Pueyrredón Sud”, encontré todo lo que necesitaba. Y comenzó mi pasión por los castillos y los castellanos, los caballeros y los torneos, las novelas de caballería y las leyendas medievales. Pero por sobre todo eso descubrí un acontecimiento que significó una bisagra en la historia: las cruzadas.

Uno puede abordar la cuestión de las cruzadas desde diversos puntos de vista: necesidad de expansión territorial, intereses económicos, fanatismo religioso, manipulación de la fe en aras del control de las rutas comerciales y un largo etcétera que depende de la escuela o la corriente política a la que se adhiere. Sin embargo todos estos elementos –que sin dudas también formaron parte de las cruzadas- hay un eje que tiende a diluirse y hasta desaparecer del análisis. Me refiero a la verdadera intención, profunda, arraigada y sincera, de recuperar el Santo Sepulcro. Este imperativo no nació con Urbano II y los barones de la primera cruzada; tenía antecedentes que se remontaban a la pérdida de Jerusalén a manos de los árabes del Califato Omeya en 614 y llevaba cinco siglos de maduración cuando, finalmente, se dieron las condiciones que precipitaron aquella primera expedición armada a Tierra Santa.

Cuando tuve la edad en la que los muchachos comienzan a leer los diarios e interesarse por la política internacional, encontré signos y acontecimientos que sólo podían comprenderse en el marco de las cruzadas y sus consecuencias. Con  el tiempo, el estudio y la investigación, entendí que las cruzadas nunca habían terminado sino que, en todo caso, habían sufrido largos períodos de tregua que permitieron especular con que se habían extinguido. Hoy sabemos que no ha sido así.

Pero resulta muy difícil comprender la historia de las cruzadas sin un estudio profundo de sus protagonistas. La primera cruzada, que de algún modo marcó el rumbo de las siguientes y fue la única a la que podríamos denominar exitosa, tuvo como líderes a un importante grupo de barones entre los cuales sobresalen claramente tres: Godofredo de Bouillón, Raimundo de Tolosa y Bohemundo de Tarento: un belga, un provenzal y un normando. El primero de ellos, Godofredo, llamó mi atención por su vida, por su violencia, por su piedad y por la extraña determinación de partir a la expedición armada dando por descontado de que no volvería a Europa, como si supiera que su destino era el de recuperar y defender al Santo Sepulcro. Su perfil gris, tan alejado del piadoso caballero que propone Llull como del pérfido señor feudal que martiriza a su pueblo, Godofredo representa el apogeo del heroísmo en su estadio más primitivo , de la fe forjada en la crudeza, del deber llevado al extremo del sacrificio personal en aras de la búsqueda de la Salvación, ese fenómeno escatológico que se encuentra en el cetro de la vida medieval y que es más significativo que cualquier otro argumento económico o político.

Godofredo conde de Bouillón
Duque de Lorena
Defensor del Santo Sepulcro

La caballería encontró en las cruzadas su más noble manifestación, pero también se puso a prueba a manos de la crueldad, el fanatismo, la ambición y la locura. Como siempre ocurre en las grandes catástrofes, el hombre muestra las dos caras de la condición humana.

Tierra Santa carga la cruz de haberle dado al mundo tres de sus más grandes religiones. En esa fertilidad de Dioses hay que buscar las causas de su tragedia. Sus Dioses no son el mismo Dios por más que queramos  encontrar una solución  simplista a la cosa. Podemos reconocer muy bien al Dios de los judíos en el de los cristianos; pero no es tan fácil encontrar al Dios de los cristianos en el de los musulmanes. No se trata de un maniqueísmo religioso ni de un atentado al ecumenismo, sino de una realidad que está a la vista. No se ha ganado la paz tratando de ver el parecido de ambas religiones; en todo caso sería más plausible intentar comprender las diferencias, aceptarlas como tales y ver cómo seguimos. En eso estaban los pulanos (las primeras generaciones de cristianos francos nacidos en Tierra Santa, hijos y nietos de los conquistadores) cuando Gui de Lusignan llevó al ejército cruzado a los Cuernos de Hattin (1187) para hacerlo morir a manos del kurdo Yussuf Salah ha Din.

El devenir de la vida me llevó a abrazar la perspectiva del caballero. Puede sonar anacrónico en el siglo XXI, pero como he intentado presentarlo en el artículo anterior, muestro tiempo necesita de caballeros (y de damas) que reconstruyan el tejido roto de una cultura que se encuentra bajo fuego cruzado. Desde este sitio intentaré acercar al lector algo de aquello que ha sido dado en llamar “caballería” aportando la experiencia vital de quien, con sus claroscuros, espera ser recordado –más que por ninguna otra cosa- que por la búsqueda de la virtud y de los ideales de la Orden de la Caballería.

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