miércoles, 28 de enero de 2015

La Espada del Santo Sepulcro

¡Ah..! Jerusalén, la mil veces Santa


“Aquí yace, ínclito, el duque Godofredo de Bouillón,  
que ganó toda esta tierra para el culto cristiano,
cuya alma descansa con Cristo.                                                                                                      
Amén.

Inscripción que se encontraba en la tumba del rey Godofredo
antes de que fuera profanada.


Me encontré con la figura del duque Godofredo a edad temprana. Fue hace más de cuarenta años. Por entonces su rostro era esquivo. No había imágenes digitales. Los viejos libros de historia los mostraban en blanco y negro.

Diría que, por múltiples razones, estaba predestinado a involucrarme con la vida de éste personaje a quien Jacques de Longuyón incluyó en el año 1312 entre los Nueve de la Fama, equiparándolo con otros ocho grandes héroes que lo antecedieron: Héctor de Troya, Alejandro Magno, Julio César, Josué, David, Judas Macabeo, Arturo y Carlomagno. Estos Nueve han contribuido a forjar la imagen del Caballero, del Rex Bellator, cuyo arquetipo atraviesa como una lanza toda la historia de Occidente.  

El tiempo y las canciones romances los volvieron populares entre el pueblo. Una y otra vez, los Nueve de la Fama fueron rescatados por autores, cronistas y trovadores que los glorificaron a través del tiempo. Ni el propio Miguel de Cervantes escapó el encantamiento que sus nombres provoca.

            Godofredo de Bouillón corona estas tres tríadas: Tres guerreros paganos. Tres judíos. Tres cristianos. Sin embargo es en él, el último de la línea cronológica, en donde la caballería encuentra su apogeo. Un contrapunto de Fe y soledad, de Esperanza y desgracia, de Caridad y violencia.

            Leí su nombre por primera vez en un libro titulado Las Conquistas Normandas cuyo autor ya no recuerdo. Una antigua historia de los vikingos en la que, con asombro adolescente, trataba de imaginar cómo, en apenas un siglo, aquellos hombres del norte, nacidos en los fiordos escandinavos, habían circunvalado Europa, desde el Mar del Norte hasta el Oriente del Mediterráneo. Apenas cien años después de la batalla de Hastings y de la caída de Inglaterra a manos de los vikingos, la raza de Guillermo, duque de Normandía, se lanzaba contra los territorios turcos selyúcidas, en el marco de la Primera Cruzada. Bohemundo de Tarento –hijo del temerario duque Roberto Guiscardo- convertido en Príncipe de Antioquia, fundador del primero de los cuatro reinos latinos de Medio Oriente, cerraba uno de los ciclos expansivos más extraordinarios de la Edad Media.

            Sin embargo, Bohemundo era apenas una muestra del mundo que se habría ante mis ojos. Aquella peregrinación armada cuya historia sigue generando enormes controversias, llevó hasta las arenas del Levante a más de cuatro mil caballeros –una fuerza militar equivalente a cuatro mil tanques blindados modernos- nobles de espada, la flor innata de las Casas Ducales de toda Europa. Esto sin contar a las decenas de miles de infantes, sus familias y los trenes logísticos que abastecían semejante tropa.

Arrebatada Jerusalén a los musulmanes, quebradas sus murallas y bañada literalmente en sangre la explanada del antiguo Templo, llegó el momento de elegir al hombre que la gobernaría.  De aquellos más de cuatro mil nobles y caballeros que habían partido, la elección recayó en Godofredo de Bouillón, en uno de los procesos electorales más misteriosos de la historia. Para entonces ya era un mito viviente que apenas gobernaría la Ciudad Santa durante un año, rechazando ser rey allí donde Jesús había sido martirizado. Aceptó –dicen que a regañadientes- el título de Defensor del Santo Sepulcro.

            Fue así que me encontré con el personaje. Más creíble que Arturo, el rey de los bretones; más inabordable que Carlomagno, arquitecto del imperio cristiano. Su imagen se fue configurando en mi mente durante años de lectura, especialmente gracias a muchos de los tantos libros que se han escrito sobre la Primera Cruzada. Pero con el tiempo se fue armando el rompecabezas de la historia de un hombre que sólo transitó en aquella peregrinación armada los últimos seis años de su vida. Si murió a los cuarenta años ¿qué había hecho antes de abandonarlo todo para ir a liberar el Santo Sepulcro? ¿Quién era en verdad Godofredo de Bouillón.

            A medida que me acercaba a su historia, a su vida y a su contexto, descubrí que, al igual que cada uno de los Nueve de la Fama, sus orígenes se funden en el corazón de un misterio. Antepasados míticos, heredero de sangre merovingia, leyendas que se mezclan con fragmentos dispersos, a veces bien documentados, otras de dudoso origen. Hijo de un linaje que llegó a inspirar al propio Wagner, en Godofredo se subsume gran parte de la historia de Lotaringia, la tierra que Lotario legó a sus hijos luego del Tratado de Verdún, una inmensa franja que se mojaba, al norte, en las aguas en el Mare Germánicum y al sur en las orillas de los mares que flanquean Italia, el Mare Hadriáticum y el Tirreno. Un territorio tan vasto que incluía originariamente a los Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo, partes de Alemania y Francia y las regiones al este de los ríos Ródano, Saona, Mosa y Escalda.

            Godofredo nació en el Brabante (Bélgica) -condado en el que vivieron todos mis antepasados, desde hace nueve siglos- y una estatua ecuestre lo recuerda en la ciudad de Bruselas. Es por ello que, con este libro, me sobreviene un sentimiento curioso: Siempre lo he vivido; nunca lo dejaré de escribir. Hay en este relato un eco familiar que se remonta a los días en que encontré aquella obra sobre los normandos, cuyo autor ya no recuerdo. Ese día me enamoré de este oficio de contar historias.



            Pero ésta no es una historia común. No puede ser encarada como una biografía, aunque intente serlo; tampoco un manual de historia, que no lo es. Ni un ensayo sobre el hombre y sus circunstancias, como diría Ortega y Gasset. No hay modo de presentar la mentalidad del duque Godofredo, porque su vida, vertiginosa, lo llevó de un extremo al otro de la política en medio de la Guerra de las Investiduras, del mismo modo que describió la hipérbole que convierte al más aguerrido soldado en casi un monje piadoso. Cuando la fuerza, sanguinaria, se convierte en renunciamiento piadoso, algo ha ocurrido en el alma del hombre. Algo que una historia de las mentalidades no puede explicar de manera sencilla.

            Obligado a reclamar sus derechos desde muy joven, hijo y nieto de mujeres y hombres poderosos de su época, supo ser el campeador del emperador Enrique IV, furibundo enemigo de la Iglesia de Roma. Pero luego de asaltar sus murallas, de someterla a asedio, de matar con su propio garrote el líder del partido papal, cuando todo parecía convertirlo en el brazo fuerte de la corte de Enrique, sorprendentemente abandonó al emperador para convertirse en una de sus peores pesadillas. Fue el momento de la transfiguración, en la que su vida se apartó del legado paterno y abrazó con fervor el mensaje de la Iglesia reformada por los abades de Cluny. Y si hay una llave que explica a la Primera Cruzada, a ese torrente de cristianos armados y desarmados, ricos y harapientos, ciegos de fe, ambición o verdadera conciencia del llamado desesperado de los cristianos de Oriente, esa llave está en Cluny. Godofredo apostó a la tan esperada reforma que pareció retornar a Roma al más virtuoso modelo de cristianismo desde la época de los Santos Padres.

            Nacido en las entrañas del Sacro Imperio Romano Germánico, partió hacia mundos desconocidos, horizontes salvajes como los que se elevaban en el territorio balcánico, o refinados y peligrosos como el silbido de una serpiente en la corte del emperador de Bizancio. No llegó a ver en qué se convertirían los reinos latinos conquistados en Siria y Palestina; como Moisés, apenas pudo ver la Tierra Prometida. Sería su hermano menor, Balduino, el que comenzaría a construir el reino de Jerusalén.

            Como he escrito alguna vez, en el corto plazo de su vida fue protagonista de acontecimientos que cambiaron radicalmente la concepción del mundo. Europa hubo de repensarse. Se abrieron vías de comercio para las flotas de venecianos, pisanos, genoveses y piratas; la Iglesia pareció encontrar un nuevo rumbo en una aurora que, paradójica e inexplicablemente, daría lugar, inmediatamente después, a sus peores páginas. El mundo islámico se vio sacudido en sus cimientos y el viento cambió de dirección, dejando a los califas de Damasco en una profunda crisis de liderazgo. Un enigma difícil penetrar es descubrir hasta qué punto el duque de la Baja Lorena era consciente del mundo que se estaba recreando. Este libro intenta indagar esta cuestión.

            Pero hay un detalle más, que tal vez haya sido el disparador que me lleva, finalmente, a terminar esta obra largamente meditada. En noviembre de 2014 viajé a Tierra Santa como becario de la Fundación TESA, en su Programa de Formadores de Opinión para la Paz. Luego de pasar por Turquía y Jordania entramos en Israel por Eilat y arribamos a Jerusalén hacia finales de noviembre. La visita a la Iglesia del Santo Sepulcro coincidió con un momento en el que contraje una bacteria que me provocaba un fuerte malestar y fiebre, lo cual hizo que el recorrido por la Vía Dolorosa hasta la Iglesia fuese un verdadero esfuerzo. Ese día mi cuerpo debió entender que mi alma tenía otras urgencias, pues no podía dejar de visitar aquél santo sitio.

            Al llegar al interior de la Iglesia, mientras el resto del contingente recorría su laberíntica estructura, me quedé conversando con el guía respecto de la misteriosa desaparición del cuerpo de Godofredo, que junto a su hermano Balduino, había descansado en ese lugar hasta que un oportuno incendio permitió a los curas ortodoxos “hacer desaparecer” los cadáveres de ambos. Los griegos –que actúan como si fuesen los dueños de sepulcro de Cristo- sentían la presencia de aquellos reyes cristianos latinos como una espina clavada en su soberbia. O quizá, tal vez, guardaban el rencor del maltrato y las vejaciones a los que fueron sometidos en la sexta Cruzada, que tenía por objetivo reconquistar Jerusalén y terminó saqueando Constantinopla.


            Lo cierto es que el guía conocía esta historia y me prometió que antes de irnos me llevaría al lugar donde, originariamente, habían estado sepultados ambos reyes. Seguimos recorriendo aquel interminable edificio hasta que en una de sus capillas me flaquearon las fuerzas y me senté a esperar a que el guía hiciese su trabajo con el resto del grupo. Me recosté en un banco de piedra sin dejar de pensar que Godofredo y su hermano Balduino habían vivido, caminado, reconstruido la antigua Iglesia dentro de estos muros y que aquí habían descansado hasta que los griegos cometieran la indigna fechoría de profanar sus sepulcros. Durante un largo rato medité acerca del sitio donde estaba; de la escandalosa división de los cristianos que se reparten cada pared, cada altar o escalón que forma todo ese conjunto arquitectónico como los hijos que despedazan la herencia de su padre. Me sentí abrumado por esa división e imaginé al duque Godofredo mirando Jerusalén desde el Gólgota. Fue entonces que el guía se me acercó, e inclinando su cabeza hasta mi oído me dijo que desde que habíamos entrado a esa capilla yo había permanecido sentado sobre la que había sido la tumba de Godofredo. Lo que ahora eran dos asientos de piedra, al costado de un pequeño pasillo que unía dos capillas, habían sido hasta el siglo XIX el lugar de descanso de los dos primeros reyes de Jerusalén. No puedo describir el río eléctrico que corrió en mis arterias. Supe entonces que, a mi regreso, terminaría el libro que comencé a escribir hace ya dos años sobre Godofredo de Bouillón y el sentido de la Caballería en el Siglo XXI.   

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