¡Ah..! Jerusalén, la mil veces Santa
“Aquí yace, ínclito, el duque Godofredo de Bouillón,
que ganó toda esta tierra para el culto cristiano,
cuya alma descansa con Cristo.
Amén.
Inscripción que se encontraba en la tumba del rey Godofredo
antes de que fuera profanada.
Me encontré
con la figura del duque Godofredo a edad temprana. Fue hace más de cuarenta
años. Por entonces su rostro era esquivo. No había imágenes digitales. Los
viejos libros de historia los mostraban en blanco y negro.
Diría que, por
múltiples razones, estaba predestinado a involucrarme con la vida de éste
personaje a quien Jacques de Longuyón incluyó en el año 1312 entre los Nueve de la Fama, equiparándolo con otros
ocho grandes héroes que lo antecedieron: Héctor de Troya, Alejandro Magno,
Julio César, Josué, David, Judas Macabeo, Arturo y Carlomagno. Estos Nueve han
contribuido a forjar la imagen del Caballero,
del Rex Bellator, cuyo arquetipo
atraviesa como una lanza toda la historia de Occidente.
El tiempo y
las canciones romances los volvieron populares entre el pueblo. Una y otra vez,
los Nueve de la Fama fueron
rescatados por autores, cronistas y trovadores que los glorificaron a través
del tiempo. Ni el propio Miguel de Cervantes escapó el encantamiento que sus
nombres provoca.
Godofredo
de Bouillón corona estas tres tríadas: Tres guerreros paganos. Tres judíos. Tres cristianos. Sin
embargo es en él, el último de la línea cronológica, en donde la caballería
encuentra su apogeo. Un contrapunto de Fe
y soledad, de Esperanza y desgracia,
de Caridad y violencia.
Leí
su nombre por primera vez en un libro titulado Las Conquistas Normandas cuyo autor
ya no recuerdo. Una antigua historia de los vikingos en la que, con asombro
adolescente, trataba de imaginar cómo, en apenas un siglo, aquellos hombres del
norte, nacidos en los fiordos escandinavos, habían circunvalado Europa, desde
el Mar del Norte hasta el Oriente del Mediterráneo. Apenas cien años después de la batalla de Hastings y de la
caída de Inglaterra a manos de los vikingos, la raza de Guillermo, duque de Normandía, se lanzaba contra
los territorios turcos selyúcidas, en el marco de la Primera Cruzada. Bohemundo
de Tarento –hijo del temerario duque Roberto Guiscardo- convertido en Príncipe
de Antioquia, fundador del primero de los cuatro reinos latinos de Medio
Oriente, cerraba uno de los ciclos expansivos más extraordinarios de la Edad
Media.
Sin
embargo, Bohemundo era apenas una muestra del mundo que se habría ante mis
ojos. Aquella peregrinación armada cuya historia sigue generando enormes
controversias, llevó hasta las arenas del Levante a más de cuatro mil
caballeros –una fuerza militar equivalente a cuatro mil tanques blindados
modernos- nobles de espada, la flor innata de las Casas Ducales de toda Europa.
Esto sin contar a las decenas de miles de infantes, sus familias y los trenes
logísticos que abastecían semejante tropa.
Arrebatada
Jerusalén a los musulmanes, quebradas sus murallas y bañada literalmente en
sangre la explanada del antiguo Templo, llegó el momento de elegir al hombre
que la gobernaría. De aquellos más de
cuatro mil nobles y caballeros que habían partido, la elección recayó en
Godofredo de Bouillón, en uno de los procesos electorales más misteriosos de la
historia. Para entonces ya era un mito viviente que apenas gobernaría la Ciudad
Santa durante un año, rechazando ser rey allí donde Jesús había sido
martirizado. Aceptó –dicen que a regañadientes- el título de Defensor del Santo Sepulcro.
Fue
así que me encontré con el personaje. Más creíble que Arturo, el rey de los
bretones; más inabordable que Carlomagno, arquitecto del imperio cristiano. Su
imagen se fue configurando en mi mente durante años de lectura, especialmente
gracias a muchos de los tantos libros que se han escrito sobre la Primera
Cruzada. Pero con el tiempo se fue armando el rompecabezas de la historia de un
hombre que sólo transitó en aquella peregrinación armada los últimos seis años
de su vida. Si murió a los cuarenta años ¿qué había hecho antes de abandonarlo
todo para ir a liberar el Santo Sepulcro? ¿Quién era en verdad Godofredo de
Bouillón.
A
medida que me acercaba a su historia, a su vida y a su contexto, descubrí que,
al igual que cada uno de los Nueve de la
Fama, sus orígenes se funden en el corazón de un misterio. Antepasados
míticos, heredero de sangre merovingia, leyendas que se mezclan con fragmentos
dispersos, a veces bien documentados, otras de dudoso origen. Hijo de un linaje
que llegó a inspirar al propio Wagner, en Godofredo se subsume gran parte de la
historia de Lotaringia, la tierra que Lotario legó a sus hijos luego del Tratado
de Verdún, una inmensa franja que se mojaba, al norte, en las aguas en el Mare Germánicum y al sur en las orillas
de los mares que flanquean Italia, el Mare
Hadriáticum y el Tirreno. Un
territorio tan vasto que incluía originariamente a los Países Bajos, Bélgica,
Luxemburgo, partes de Alemania y Francia y las regiones al este de los ríos
Ródano, Saona, Mosa y Escalda.
Godofredo
nació en el Brabante (Bélgica) -condado en el que vivieron todos mis
antepasados, desde hace nueve siglos- y una estatua ecuestre lo recuerda en la
ciudad de Bruselas. Es por ello que, con este libro, me sobreviene un
sentimiento curioso: Siempre lo he vivido; nunca lo dejaré de escribir. Hay en este relato un eco familiar que se remonta a los días en que encontré aquella obra sobre
los normandos, cuyo autor ya no recuerdo. Ese día me enamoré de este oficio de
contar historias.
Pero
ésta no es una historia común. No puede ser encarada como una biografía, aunque
intente serlo; tampoco un manual de historia, que no lo es. Ni un ensayo sobre
el hombre y sus circunstancias, como diría Ortega y Gasset. No hay modo de
presentar la mentalidad del duque Godofredo, porque su vida, vertiginosa, lo
llevó de un extremo al otro de la política en medio de la Guerra de las
Investiduras, del mismo modo que describió la hipérbole que convierte al más
aguerrido soldado en casi un monje piadoso. Cuando la fuerza, sanguinaria, se
convierte en renunciamiento piadoso, algo ha ocurrido en el alma del hombre.
Algo que una historia de las mentalidades no puede explicar de manera sencilla.
Obligado
a reclamar sus derechos desde muy joven, hijo y nieto de mujeres y hombres
poderosos de su época, supo ser el campeador del emperador Enrique IV,
furibundo enemigo de la Iglesia de Roma. Pero luego de asaltar sus murallas, de
someterla a asedio, de matar con su propio garrote el líder del partido papal,
cuando todo parecía convertirlo en el brazo fuerte de la corte de Enrique,
sorprendentemente abandonó al emperador para convertirse en una de sus peores
pesadillas. Fue el momento de la transfiguración, en la que su vida se apartó
del legado paterno y abrazó con fervor el mensaje de la Iglesia reformada por
los abades de Cluny. Y si hay una llave que explica a la Primera Cruzada, a ese
torrente de cristianos armados y desarmados, ricos y harapientos, ciegos de fe,
ambición o verdadera conciencia del llamado desesperado de los cristianos de
Oriente, esa llave está en Cluny. Godofredo apostó a la tan esperada reforma
que pareció retornar a Roma al más virtuoso modelo de cristianismo desde la
época de los Santos Padres.
Nacido
en las entrañas del Sacro Imperio Romano Germánico, partió hacia mundos
desconocidos, horizontes salvajes como los que se elevaban en el territorio balcánico, o refinados y peligrosos como el silbido de una serpiente en la
corte del emperador de Bizancio. No llegó a ver en qué se convertirían los
reinos latinos conquistados en Siria y Palestina; como Moisés, apenas pudo ver
la Tierra Prometida. Sería su hermano menor, Balduino, el que comenzaría a
construir el reino de Jerusalén.
Como
he escrito alguna vez, en el corto plazo de su vida fue protagonista de
acontecimientos que cambiaron radicalmente la concepción del mundo. Europa hubo
de repensarse. Se abrieron vías de comercio para las flotas de venecianos,
pisanos, genoveses y piratas; la Iglesia pareció encontrar un nuevo rumbo en
una aurora que, paradójica e inexplicablemente, daría lugar, inmediatamente
después, a sus peores páginas. El mundo islámico se vio sacudido en sus
cimientos y el viento cambió de dirección, dejando a los califas de Damasco en
una profunda crisis de liderazgo. Un enigma difícil penetrar es descubrir hasta
qué punto el duque de la Baja Lorena era consciente del mundo que se estaba
recreando. Este libro intenta indagar esta cuestión.
Pero
hay un detalle más, que tal vez haya sido el disparador que me lleva,
finalmente, a terminar esta obra largamente meditada. En noviembre de 2014
viajé a Tierra Santa como becario de la Fundación TESA, en su Programa de
Formadores de Opinión para la Paz. Luego de pasar por Turquía y Jordania
entramos en Israel por Eilat y arribamos a Jerusalén hacia finales de
noviembre. La visita a la Iglesia del Santo Sepulcro coincidió con un momento
en el que contraje una bacteria que me provocaba un fuerte malestar y fiebre,
lo cual hizo que el recorrido por la Vía Dolorosa hasta la Iglesia fuese un
verdadero esfuerzo. Ese día mi cuerpo debió entender que mi alma tenía otras
urgencias, pues no podía dejar de visitar aquél santo sitio.
Al
llegar al interior de la Iglesia, mientras el resto del contingente recorría su
laberíntica estructura, me quedé conversando con el guía respecto de la
misteriosa desaparición del cuerpo de Godofredo, que junto a su hermano
Balduino, había descansado en ese lugar hasta que un oportuno incendio permitió
a los curas ortodoxos “hacer desaparecer” los cadáveres de ambos. Los griegos
–que actúan como si fuesen los dueños de sepulcro de Cristo- sentían la
presencia de aquellos reyes cristianos latinos como una espina clavada en su
soberbia. O quizá, tal vez, guardaban el rencor del maltrato y las vejaciones a
los que fueron sometidos en la sexta Cruzada, que tenía por objetivo
reconquistar Jerusalén y terminó saqueando Constantinopla.
Lo
cierto es que el guía conocía esta historia y me prometió que antes de irnos me
llevaría al lugar donde, originariamente, habían estado sepultados ambos reyes.
Seguimos recorriendo aquel interminable edificio hasta que en una de sus
capillas me flaquearon las fuerzas y me senté a esperar a que el guía hiciese
su trabajo con el resto del grupo. Me recosté en un banco de piedra sin dejar
de pensar que Godofredo y su hermano Balduino habían vivido, caminado,
reconstruido la antigua Iglesia dentro de estos muros y que aquí habían descansado hasta que los
griegos cometieran la indigna fechoría de profanar sus sepulcros. Durante un
largo rato medité acerca del sitio donde estaba; de la escandalosa división de
los cristianos que se reparten cada pared, cada altar o escalón que forma todo
ese conjunto arquitectónico como los hijos que despedazan la herencia de su
padre. Me sentí abrumado por esa división e imaginé al duque Godofredo mirando
Jerusalén desde el Gólgota. Fue entonces que el guía se me acercó, e inclinando
su cabeza hasta mi oído me dijo que desde que habíamos entrado a esa capilla yo
había permanecido sentado sobre la que había sido la tumba de Godofredo. Lo que
ahora eran dos asientos de piedra, al costado de un pequeño pasillo que unía
dos capillas, habían sido hasta el siglo XIX el lugar de descanso de los dos
primeros reyes de Jerusalén. No puedo describir el río eléctrico que corrió en
mis arterias. Supe entonces que, a mi regreso, terminaría el libro que comencé
a escribir hace ya dos años sobre Godofredo de Bouillón y el sentido de la
Caballería en el Siglo XXI.
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