“…Te saludo Virgen María, que has derrotado
al mal, esposa del Altísimo y madre del más dulce cordero. Reina eres de los
cielos, Salvadora de la Tierra; los hombres suspiran por Ti y los malvados te
temen.”
“…Tú eres la ventana, la puerta y el velo,
el patio y la casa, el templo, la tierra, lirio por Tu virginidad y rosa por Tu
martirio.”
“Tú eres el huerto cerrado, la fuente del
jardín que lava a los mancillados, purifica a los corrompidos y da vida a los
muertos...”
“…Tú eres la dueña de los tiempos, la
esperanza, después de Dios, de todos los siglos, pabellón de reposo del rey y
asiento de la divinidad.”
“…Tú eres la estrella que brilla en el
oriente y disipa en el occidente las tinieblas, la aurora que anuncia el sol y
el día que ignora la noche…”
“…Tu que has engendrado al que no engendra,
confiada como madre que ha cumplido su misión, reconcilia al hombre con Dios.
Ruega, Madre, al Dios que diste a luz, para que nos absuelva y, después de
perdonarnos, nos confiera la gracia y la gloria. Amen…”
Plegaria de un escudero, la noche de
vigilia, previa a ser armado caballero
Anónimo, siglo XI
Difícil imaginar a un adolescente
de diecisiete años, en el siglo XXI, rezar esta plegaría en la penumbra de una
iglesia, iluminado apenas por un pábilo, frente a un altar desnudo, acompañado
de su padrino. Lejano a nuestra cultura ha quedado el ritual de la “vela de
armas”, en la que hombre dejaba atrás, definitivamente, el mundo de los niños
para asumir su papel y su destino frente a Dios, su Iglesia y la comarca sobre
la que tendría responsabilidad sobre vidas y bienes.
Pero
este ritual era muy común en el siglo XII. Frente al escudero se colocaba su
espada, aquella que lo acompañaría el resto de su vida, para la salvación o la
condenación de su alma. Su alma y su espada serían reflejo una de la otra. Si
el alma era pura la espada se empuñaría con pureza en una causa justa. Si el
alma era impura el acero se volvería negro, dominado por las tinieblas de la
ambición y el orgullo.
El
siglo XII era un mundo de blancos y negros, sin demasiado lugar para tantos
matices. La duda era una pesada carga que los espíritus evitaban a toda costa.
Resultaba casi inhumano darle lugar a la angustia existencial en un entorno
donde todo era rudo, tanto para el siervo que a duras penas cosechaba su
siembra, como para el castellano que debía proteger su terruño, y con él a sus
gentes con sus huertos y pastoreos y también a su propio Señor. En la pirámide
feudal todo era un equilibrio en constante riesgo. Un universo tan inestable
necesitaba reglas certeras, firmes, permanentes.
Es
cierto que la caballería puede vislumbrar antecedentes en el mundo clásico,
especialmente en Roma. Pero fue en la Edad Media, y en particular en el siglo
XII donde encontró sus modelos más perfectos y alcanzó la cumbre de la
aspiración virtuosa. Fue un largo proceso surgido de la necesidad de encontrar
un orden justo, en armonía con la fe que ocupaba todos los espacios de la
sociedad. Un devenir de transformación en transformación, producto del
pensamiento colectivo de señores y clérigos, reyes y abades, que perseguían el
sueño de recuperar Jerusalén, perdida a mano de los paganos en el siglo VII.
Pero, a su vez, se trataba de la búsqueda de la propia Jerusalén, una que
existía en la conciencia profunda de cada cristiano y que encarnaba la
esperanza de la vida eterna, el sentido escatológico de la tragedia humana.
Eran
tiempos difíciles, ciertamente. Pero en términos de fe corrían con cierta
ventaja respecto de nosotros. Los ideales estaban atados a esa fe; y a ningún
padre le faltaba el coraje para educar a sus hijos en el amor y en el temor a
Dios, enseñando la prudencia antes que la liviandad; la humildad antes que la
ostentación; el respeto al anciano y a las mujeres antes que la vaguedad
irresponsable que conduce a nuestra sociedad a la deriva. Se veneraba a los
héroes y más aún a los que habían muerto por sostener los juramentos de la
caballería. Los niños sabían que sus días de juegos estaban contados y serían
escasos. Que la vida no era un paseo gratuito y prolongado sino uno corto en el
que cada jornada sería examinada en el final, cuando cada quien fuese sometido
al juicio en las puertas del cielo.
La
libertad era un bien amado al que sólo unos pocos se les otorgaba como gracia.
Aún así nadie era verdaderamente libre, porque la conciencia pesaba tanto como
el contexto. Era un mundo en donde el corrupto, el traidor, el malviviente y el
cruel no podían mimetizarse tan fácilmente como ocurre en nuestro mundo pleno
de anonimato. Quien era libre sentía una gratitud de tal magnitud frente a la Providencia
que, cuando un caballero renunciaba a ella para vestir el hábito de monje se
producía a su alrededor un silencio reverencial, como si hubiese nacido un
santo. Aquél que teniendo el don de la libertad renunciaba a ella para
someterse a una Regla en donde el único destino era la pobreza, la abstinencia
y la obediencia en eterna observancia del servicio a Dios, era sin dudas de los
más valientes entre los hombres. Así lo narran las crónicas y así lo atestiguan
miles de nombres de grandes guerreros enterrados en los camposantos de las
abadías de toda Europa.
En
el siglo XII -en el que dos frentes de batalla se libraban contra los
sarracenos, en España y en el Levante- surgió con potencia inusitada el deseo
de reunir ambos órdenes, el de la caballería y el de la vida monástica, y nació
un nuevo tipo de caballero, mitad
guerrero mitad monje. La caballería ocupó entonces la cúspide del modelo
cristiano. Estas órdenes monástico militares amalgamaron, en un solo corpus, el
humus de muchas tradiciones forjadas entre Finisterre y las estepas del Este.
Desde tiempos romanos, invasión tras invasión, los bárbaros habían moldeado el
sincretismo entre las tradiciones de Roma –a las que no querían renunciar sino
abrazar- y las propias, que terminarían enriqueciendo a las viejas
instituciones del antiguo Imperio.
De
todos los libros que se han escrito sobre la caballería hay uno que destaca,
tanto por su originalidad como por el rumbo que traza. Lo debemos a la pluma de
Ramón Llull (1235-1315), teólogo, filósofo y místico catalán, publicado en 1276
con el nombre “Libro de la Orden de Caballería”. Se cree que fue escrito para
un escudero que debía ser armado caballero. Su lectura es materia obligatoria
para todo aquél que pretenda comprender esta condición; permítaseme citar cuatro
párrafos de su Primera Parte titulada “Del Principio de la Caballería”
“…Faltó en el mundo la caridad,
lealtad, justicia, y verdad; empezó la enemistad, deslealtad, injuria y
falsedad; y de esto se originó error y perturbación en el Pueblo de Dios, que
fue creado para que los hombres amasen, conociesen, honrasen, sirvieren y
temiesen a Dios. Luego que comenzó en el mundo el desprecio de la justicia por
haberse opacado la caridad, convino que por medio del temor volviese a ser
honrara la justicia: por esto todo el pueblo se dividió en millares de hombres
y de cada mil de ellos fue elegido y escogido uno, que era el más amable, más
sabio, más leal, más fuerte, de más noble ánimo de mejor trato y crianza que
todos los demás…”
“…Se buscó también entre las
bestias la más bella, que corre más, que puede aguantar mayor trabajo, y que
conviene más al servicio del hombre; y porque el caballo es el bruto más noble
y más apto para servirle, por esto fue escogido, y dado a aquel hombre que
entre mil fue escogido; y este es el motivo por el que aquel hombre se llama
caballero…”
“…Habiéndose destinado para el
hombre más noble el bruto más generoso, convino que entre todas las armas se escogiesen y tomasen las que son más
nobles y conducentes para combatir y defenderse de las heridas y de la muerte;
y estas son las que se apropiaron al caballero…”
“…Al que quiere entrar en la
Orden de la Caballería le conviene considerar y meditar el noble principio de
la Caballería; y es menester que la nobleza de su corazón y buena crianza lo
haga concordar y avenir con el principio de la Caballería, porque si no lo hace
así, es contrario al Orden de Caballería y sus principios; por esto no conviene
que la Orden de Caballería admita en la participación de sus honras a los que
la son enemigos, contrarios a sus principios…”
Ramón Llull describe en su libro al oficio del caballero, cómo debe ser examinado el
escudero que será armado caballero, al modo en el que debe ser recibido en la
caballería, a la significación de las armas y de sus costumbres. Finalmente
habla de la honra que se debe hacer al caballero. Afirma Llul que así como un
Príncipe o Rey o Señor de un Estado no puede serlo sin haber sido armado
caballero, por esa misma razón le debe respeto y honra al caballero, pues es a
quien, en definitiva, tendrá a su lado en el campo de batalla.
Pero, en estos
primeros párrafos, encontramos la justificación del caballero: el mundo que ha
engendrado la injusticia, la enemistad,
la deslealtad, la injuria y la falsedad y necesita de hombres que reparen ese
desorden, poniendo en juego todo lo que sea necesario. ¿No es acaso la
descripción del mundo que nos rodea? El escudero recitaba la divida de la Orden
de Caballería: Mi alma a Dios, mi vida al
rey, mi corazón a mi dama, mi honor a mí. Pero todo se resumía en el honor,
que dependía de mantener vivo el oficio de caballero, y ejercerlo.
El siglo XXI
adolece de todas las faltas de las que se lamenta Llull, y que dieron lugar a la
creación de la Orden de la Caballería; pero a diferencia del siglo XII, en este
siglo son muy pocas las personas que pueden asumir este compromiso. El honor es
relativo, entonces todo se ha vuelto mucho peor, pues el alma está en
interdicto, la vida se reserva para el único y propio beneficio, el corazón ha
cedido el amor a la simplicidad del vínculo frágil, efímero, y a nadie importa
qué significa exactamente la honorabilidad.
Es justamente
por esta carencia, que la Orden de la Caballería ha perdurado, aún en una
mínima y desapercibida existencia, y comienza a sacudirse del profundo letargo
al que había quedado relegada en los últimos dos siglos. Nos toca vivir en un
mundo donde los valores de la fe, el honor y la justicia se guardan en la
intimidad por temor a desentonar con los tiempos. La cultura se convierte en
multicultura, es decir, en todas y ninguna. La vaguedad de conceptos en cuanto
a temas sensibles como “familia”, “religión”, “tradición” y “deber” son
inmediatamente sospechados de ideologismos vinculados con el oscurantismo, la
segregación, la discriminación y el ataque a la libertad de conciencia.
Durante
décadas, especialmente luego de terminada la Segunda Guerra Mundial, Occidente
vio crecer un movimiento libertario que vino a poner en la picota a todos estos
valores que conformaban la sociedad construida durante siglos. El mayo francés,
el existencialismo, el deconstructivismo y el relativismo como conjunto del
abandono radical del modelo cristiano nos ha dejado un vació de valores tan
extremo que nos lleva a una sociedad al borde de su extinción cultural. Bernadr
Tschumi –se dice que es uno de los arquitectos que mejor ha interpretado a la
filosofía decontructivista de Jaques Derrida- afirma que La forma no sigue más a la función. Si la
respectiva contaminación de todas las categorías, las constantes substituciones
y confusiones de géneros son las nuevas directivas de nuestra época, lo mejor
sería tomarlas en nuestro provecho.[1]
Si Tschumi
está en lo cierto (me asombra su frase “las iglesias se convierten en discotecas”),
ya no deberían existir pilares, ni principios, ni siquiera cimientos, porque
cualquier cosa puede ser sustituida por otra. Sin embargo, la experimentación
intelectual está lejos de representar al grueso de una sociedad confundida.
En la medida
en que tomemos conciencia de esta confusión entenderemos que el rol de la
Caballería en el Siglo XXI sigue siendo el mismo que en el siglo XII, con la
sola diferencia de que no tiene el monopolio de las armas, que han pasado a
manos de los Estados Nacionales. La Caballería sigue representando la búsqueda
de todo aquello que Ramón Llull expresaba cuando, al principio de su libro
describe como la crisis de ausencia de valores que dio sentido a la existencia
del Caballero
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