En
la segunda mitad del siglo XX gran parte de la historia sufrió una severa
revisión que cambió la percepción de las mentalidades y de los acontecimientos.
Una pleyade de investigadores, principalmente de las Escuelas francesa y alemana,
puso a consideración el período comprendido entre la Antigüedad Tardía y el
Renacimiento.
Como
consecuencia de esta revisión, el milenio que se extiende desde el siglo V al
XV, denominado como Edad Media, dejó de ser una “época oscura” para convertirse
en un telón de oscuridades sobre el que brillaron esperanzadoras luces. El
Renacimiento mismo –considerado como el fin de las eras tenebrosas- debió compartir
su nombre con varios procesos que se extendieron en la historia medieval y que
hoy se consideran “renacimientos” parciales, por caso el denominado “Renacimiento
Carolingio”, que terminaron desembocando en el que todos conocemos.
Hubo
que reclasificar esos mil años: dividirlos en una Alta, una Media y una Baja
Edad Media. Hubo que regresar sobre las crónicas y las sagas de aquellos
pueblos “salvajes” y aceptar que el Siglo de las Luces, entre otras
calamidades, nos había dejado huérfanos de nuestra propia historia. Incluso
hubo que concluir en que aquellas novelas de caballería que tanto amábamos en
nuestra juventud no eran más que una versión afeminada y edulcorada, propia del
espíritu romántico del siglo XIX. Sin dudas, los caballeros y reyes de tiempos
de las cruzadas, eran mucho menos sofisticados que lo que nos pinta la pluma de
sir Walter Scott.
Surgió
entonces una historia fascinante que nos recordó quienes habíamos sido
realmente. Fuimos nuevamente a las estepas y regresamos para encontrar la
gloria perdida. Dejamos de lado las complejidades de la especulación
filosófica, el refinamiento de una vida adormecida por la comodidad, y la
fantasía de que nuestra civilidad se inició con las grandes revoluciones del
siglo XVIII. Somos hijos de esa época en la que, en verdad, se forjaron las
grandes instituciones de Occidente. La Caballería ha sido una de esas grandes
instituciones y -como muchas otras cosas que se presuponen barridas por el
positivismo- se reinventa en cada época porque existe una aristocracia del
espíritu que no puede ser separada del fenómeno humano.
Su
origen se remonta a la Antigüedad Tardía, y va tomando forma en ese interregno
entre la caída del Imperio Romano de Occidente y la plenitud del siglo XI, sus
ciudades y sus catedrales y el fenómeno extraordinario de las expediciones a
Tierra Santa. Son seis siglos que quedan opacados por los fastos del Imperio y el
fulgor de la sociedad feudal. Pero es justamente ese extenso período de tiempo
en el que se amalgaman dos mundos: el romano y el bárbaro, con sus
contrafuertes.
Mientras
que en la sociedad romana, al niño que se convierte en hombre se le entrega una
toga, en el mundo bárbaro se le entrega un arma. Mientras que a uno se le
enseñaran las letras, la oratoria y la política, al otro se le instruye en la lucha,
pues deberá sustentar su vida en base a la fuerza.
En la
Antigua Roma existía una clase específica, de condición aristocrática, que
hacia la guerra. El hombre que la integraba se definía con una palabra
concreta: militaris. Se entiende por militaris al profesional de la guerra.
En tanto que la militia es el
servicio militar, pero también el arte de la guerra. En la Edad Media, el
término militaris quedará reservado
exclusivamente para los caballeros; la militia
es definida como una fuerza de auxilio, de soporte para la defensa (puede
consultarse a este respecto al Lexicon Minus de Niermeyer). De modo tal que una
Ordo Militaris debe considerarse como
una Orden de Caballería.
A
diferencia de Roma, la caballería medieval desarrolla un contenido basado en el
carácter de los pueblos bárbaros. Y si bien la Orden de Caballería deviene en
pilar fundamental del cristianismo europeo, sus bases, sus formas, sus ideales
y fundamentalmente su sentido heroico, hay que buscarlo en la literatura de las
naciones que cruzaron el Rin en el siglo V.
Estos
pueblos establecidos en el norte de Europa desarrollan un estilo narrativo que
se denomina saga, entre las que sobresale
la Orkneyinga Saga (La saga de
las Islas Orcadas) de la que J. L. Borges dice que “se lee como una novela”. En
la literatura anglosajona La
Gesta de Beowulf, a la que podemos
considerar como la más antigua y extensa de la Edad Media. En ambos casos,
los manuscritos que podemos consultar son del los siglos XI y XII, y comparten
el anonimato del autor.
Para
la misma época, Geoffrey de Monmouth (Galfridus Monemutensis) escribe en
Inglaterra su Historia regum Britanniae
(Historia de los reyes de Bretaña) y Gislebert de Mons hace lo propio en
Flandes con su Cronicon Hanoniense
(Crónica de los Condes de Hainaut). En tanto que en Francia, un monje de nombre
Turoldus, escribe La Chanson de Roland
(La Canción de Rolando, probablemente el poema épico más bello en su género), y
Chrétien de Troyes sienta las bases de ciclo artúrico en su Matière de Bretagne (Materia de Bretaña)
basada en la tradición celta y las sagas bretonas.
Es
en este conjunto admirable de obras literarias en donde la Caballería encuentra
su encarnadura. En un momento en donde la movilidad dentro del marco europeo se
produce principalmente a través de la vasta red de monasterios benedictinos,
resulta asombrosa la aparición de este género que se extiende desde las playas
heladas de las Islas Shetland en el Mar del Norte, hasta los bosques de Sajonia
y el Medio Día francés.
En
todos los casos, quien escribe busca la exaltación de un conjunto de valores
que parece reproducirse con la misma vitalidad en todo el continente. El
cristianismo se filtra como protagonista de la historia aún en los confines
gélidos de las tierras vikingas. Ya se habla de Roma como del renacido centro
de un Imperio en construcción permanente en el que el militaris, el caballero, representa al guerrero virtuoso.
El caballero es una creación del Medievo. Una
instancia superior a la del soldado de infantería, que tiene antecedentes tanto
en el mundo romano como en el germánico: “El compañero de guerra germánico –dice
Gerald Simons- era más libre que el sirviente armado romano, pero la semejanza
general entre los dos, en su calidad de dependientes personales con
obligaciones militares, la ponen de relieve en forma destacada los nombres que
tenían sus empleos en los dos idiomas. Al sirviente romano se le llama
bucellarius (comedor de galletas) en tanto que al compañero de guerra anglosajón
se lo conoce como hlafoetan (comedor de
pan)”. Es el sodes (voc. sodalis), que se convertirá en el "camarada de alrmas": el soldado.
Desde el siglo VIII la caballería comienza a tener supremacía sobre la
infantería. El feudalismo la instituye como la base de su seguridad militar.
Finalmente San Bernardo la eleva a la categoría religioso-militar que
constituye su máxima expresión y Ramón Llul la convierte en Ordo. Es el siglo XIII.
George
Duby explica que en la primera mitad del siglo XIII los progresos de Occidente
conducen a la plenitud de la sociedad feudal. Los dos órdenes que la dominan,
el orden de los eclesiásticos y el de los guerreros, se reúnen en torno al rey
que conjuga en sí sacerdocio y caballería. El caballero, viril, es el
portaestandarte de una sociedad heróica, que parte a la conquista del mundo: “Se
asemeja a San Luis, es decir, a Cristo”.
La
primera de sus virtudes es la del valor, característica excepcional en una
sociedad dominada por el miedo: a la muerte el primero de ellos. “Los
caballeros se armaban de valor –dice Duby- en la gran sala escuchando las
proezas de Rolando o de Guillermo de Orange. Temblaban en las embarcaciones que
los conducían a Tierra Santa, temblaban el día de la batalla, temblaban en los
torneos… ¿Para cuántos hombres penetrar en la iglesia, arrodillarse ante la
cruz, tocar las reliquias, pronunciar las fórmulas, realizar los gestos
rituales, tenía un significado diferente al de fortalecerse frente a la
angustia de morir?...”
La
muerte ronda al caballero y las gestas la describen con ardor y con temor:
ROLANDO siente que se
le nubla la vista. Se incorpora, poniendo en ello todo su esfuerzo. Su rostro
ha perdido el color. Tiene ante él una roca parda; da contra ella diez golpes,
lleno de dolor y encono. Gime el acero, mas no se rompe ni se mella. —¡Ah! —exclama
el conde—. ¡Socórreme, Santa María!...
EL CONDE Rolando pelea
noblemente, mas su cuerpo está empapado de sudor, ardiente; siente en su cabeza
un dolor violento: al hacer resonar su olifante, se rompieron sus sienes. Pero
quiere saber si ha de llegar Carlos. Toma el cuerno y lo toca, pero es débil el
sonido. El emperador se detiene y escucha: —¡Señores! —exclama—, ¡gran
infortunio nos alcanza! En este día, Rolando, mi sobrino, habrá de dejarnos. La
voz de su olifante me dice que le resta poca vida. ¡Quien quiera valerle, clave
espuelas a su corcel! ¡Tocad vuestros clarines, todos cuantos haya en este
ejército!...
El
mundo actual, caracterizado por la volatilidad del tiempo, se vuelve hostil al
espíritu de la caballería, porque en esencia se ha vuelto hostil a la virtud. El
hombre contemporáneo teme tanto a la muerte que la esconde. La quita de la
vista de los niños. Se aparta de los moribundos. Aleja los cementerios de las
ciudades de modo tal que la muerte esté fuera de su entorno relajado.
Quien
abrace la Caballería, ha de saber que se encontrará con más enemigos que
amigos, porque a nadie le satisface ver en otro la virtud perdida y nadie
quiere admitir el contraste entre una vida disipada y una consagrada. El hombre
virtuoso delata al deshonesto de igual modo que el valiente al cobarde y el
industrioso al vago.