miércoles, 28 de enero de 2015

La Espada del Santo Sepulcro

¡Ah..! Jerusalén, la mil veces Santa


“Aquí yace, ínclito, el duque Godofredo de Bouillón,  
que ganó toda esta tierra para el culto cristiano,
cuya alma descansa con Cristo.                                                                                                      
Amén.

Inscripción que se encontraba en la tumba del rey Godofredo
antes de que fuera profanada.


Me encontré con la figura del duque Godofredo a edad temprana. Fue hace más de cuarenta años. Por entonces su rostro era esquivo. No había imágenes digitales. Los viejos libros de historia los mostraban en blanco y negro.

Diría que, por múltiples razones, estaba predestinado a involucrarme con la vida de éste personaje a quien Jacques de Longuyón incluyó en el año 1312 entre los Nueve de la Fama, equiparándolo con otros ocho grandes héroes que lo antecedieron: Héctor de Troya, Alejandro Magno, Julio César, Josué, David, Judas Macabeo, Arturo y Carlomagno. Estos Nueve han contribuido a forjar la imagen del Caballero, del Rex Bellator, cuyo arquetipo atraviesa como una lanza toda la historia de Occidente.  

El tiempo y las canciones romances los volvieron populares entre el pueblo. Una y otra vez, los Nueve de la Fama fueron rescatados por autores, cronistas y trovadores que los glorificaron a través del tiempo. Ni el propio Miguel de Cervantes escapó el encantamiento que sus nombres provoca.

            Godofredo de Bouillón corona estas tres tríadas: Tres guerreros paganos. Tres judíos. Tres cristianos. Sin embargo es en él, el último de la línea cronológica, en donde la caballería encuentra su apogeo. Un contrapunto de Fe y soledad, de Esperanza y desgracia, de Caridad y violencia.

            Leí su nombre por primera vez en un libro titulado Las Conquistas Normandas cuyo autor ya no recuerdo. Una antigua historia de los vikingos en la que, con asombro adolescente, trataba de imaginar cómo, en apenas un siglo, aquellos hombres del norte, nacidos en los fiordos escandinavos, habían circunvalado Europa, desde el Mar del Norte hasta el Oriente del Mediterráneo. Apenas cien años después de la batalla de Hastings y de la caída de Inglaterra a manos de los vikingos, la raza de Guillermo, duque de Normandía, se lanzaba contra los territorios turcos selyúcidas, en el marco de la Primera Cruzada. Bohemundo de Tarento –hijo del temerario duque Roberto Guiscardo- convertido en Príncipe de Antioquia, fundador del primero de los cuatro reinos latinos de Medio Oriente, cerraba uno de los ciclos expansivos más extraordinarios de la Edad Media.

            Sin embargo, Bohemundo era apenas una muestra del mundo que se habría ante mis ojos. Aquella peregrinación armada cuya historia sigue generando enormes controversias, llevó hasta las arenas del Levante a más de cuatro mil caballeros –una fuerza militar equivalente a cuatro mil tanques blindados modernos- nobles de espada, la flor innata de las Casas Ducales de toda Europa. Esto sin contar a las decenas de miles de infantes, sus familias y los trenes logísticos que abastecían semejante tropa.

Arrebatada Jerusalén a los musulmanes, quebradas sus murallas y bañada literalmente en sangre la explanada del antiguo Templo, llegó el momento de elegir al hombre que la gobernaría.  De aquellos más de cuatro mil nobles y caballeros que habían partido, la elección recayó en Godofredo de Bouillón, en uno de los procesos electorales más misteriosos de la historia. Para entonces ya era un mito viviente que apenas gobernaría la Ciudad Santa durante un año, rechazando ser rey allí donde Jesús había sido martirizado. Aceptó –dicen que a regañadientes- el título de Defensor del Santo Sepulcro.

            Fue así que me encontré con el personaje. Más creíble que Arturo, el rey de los bretones; más inabordable que Carlomagno, arquitecto del imperio cristiano. Su imagen se fue configurando en mi mente durante años de lectura, especialmente gracias a muchos de los tantos libros que se han escrito sobre la Primera Cruzada. Pero con el tiempo se fue armando el rompecabezas de la historia de un hombre que sólo transitó en aquella peregrinación armada los últimos seis años de su vida. Si murió a los cuarenta años ¿qué había hecho antes de abandonarlo todo para ir a liberar el Santo Sepulcro? ¿Quién era en verdad Godofredo de Bouillón.

            A medida que me acercaba a su historia, a su vida y a su contexto, descubrí que, al igual que cada uno de los Nueve de la Fama, sus orígenes se funden en el corazón de un misterio. Antepasados míticos, heredero de sangre merovingia, leyendas que se mezclan con fragmentos dispersos, a veces bien documentados, otras de dudoso origen. Hijo de un linaje que llegó a inspirar al propio Wagner, en Godofredo se subsume gran parte de la historia de Lotaringia, la tierra que Lotario legó a sus hijos luego del Tratado de Verdún, una inmensa franja que se mojaba, al norte, en las aguas en el Mare Germánicum y al sur en las orillas de los mares que flanquean Italia, el Mare Hadriáticum y el Tirreno. Un territorio tan vasto que incluía originariamente a los Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo, partes de Alemania y Francia y las regiones al este de los ríos Ródano, Saona, Mosa y Escalda.

            Godofredo nació en el Brabante (Bélgica) -condado en el que vivieron todos mis antepasados, desde hace nueve siglos- y una estatua ecuestre lo recuerda en la ciudad de Bruselas. Es por ello que, con este libro, me sobreviene un sentimiento curioso: Siempre lo he vivido; nunca lo dejaré de escribir. Hay en este relato un eco familiar que se remonta a los días en que encontré aquella obra sobre los normandos, cuyo autor ya no recuerdo. Ese día me enamoré de este oficio de contar historias.



            Pero ésta no es una historia común. No puede ser encarada como una biografía, aunque intente serlo; tampoco un manual de historia, que no lo es. Ni un ensayo sobre el hombre y sus circunstancias, como diría Ortega y Gasset. No hay modo de presentar la mentalidad del duque Godofredo, porque su vida, vertiginosa, lo llevó de un extremo al otro de la política en medio de la Guerra de las Investiduras, del mismo modo que describió la hipérbole que convierte al más aguerrido soldado en casi un monje piadoso. Cuando la fuerza, sanguinaria, se convierte en renunciamiento piadoso, algo ha ocurrido en el alma del hombre. Algo que una historia de las mentalidades no puede explicar de manera sencilla.

            Obligado a reclamar sus derechos desde muy joven, hijo y nieto de mujeres y hombres poderosos de su época, supo ser el campeador del emperador Enrique IV, furibundo enemigo de la Iglesia de Roma. Pero luego de asaltar sus murallas, de someterla a asedio, de matar con su propio garrote el líder del partido papal, cuando todo parecía convertirlo en el brazo fuerte de la corte de Enrique, sorprendentemente abandonó al emperador para convertirse en una de sus peores pesadillas. Fue el momento de la transfiguración, en la que su vida se apartó del legado paterno y abrazó con fervor el mensaje de la Iglesia reformada por los abades de Cluny. Y si hay una llave que explica a la Primera Cruzada, a ese torrente de cristianos armados y desarmados, ricos y harapientos, ciegos de fe, ambición o verdadera conciencia del llamado desesperado de los cristianos de Oriente, esa llave está en Cluny. Godofredo apostó a la tan esperada reforma que pareció retornar a Roma al más virtuoso modelo de cristianismo desde la época de los Santos Padres.

            Nacido en las entrañas del Sacro Imperio Romano Germánico, partió hacia mundos desconocidos, horizontes salvajes como los que se elevaban en el territorio balcánico, o refinados y peligrosos como el silbido de una serpiente en la corte del emperador de Bizancio. No llegó a ver en qué se convertirían los reinos latinos conquistados en Siria y Palestina; como Moisés, apenas pudo ver la Tierra Prometida. Sería su hermano menor, Balduino, el que comenzaría a construir el reino de Jerusalén.

            Como he escrito alguna vez, en el corto plazo de su vida fue protagonista de acontecimientos que cambiaron radicalmente la concepción del mundo. Europa hubo de repensarse. Se abrieron vías de comercio para las flotas de venecianos, pisanos, genoveses y piratas; la Iglesia pareció encontrar un nuevo rumbo en una aurora que, paradójica e inexplicablemente, daría lugar, inmediatamente después, a sus peores páginas. El mundo islámico se vio sacudido en sus cimientos y el viento cambió de dirección, dejando a los califas de Damasco en una profunda crisis de liderazgo. Un enigma difícil penetrar es descubrir hasta qué punto el duque de la Baja Lorena era consciente del mundo que se estaba recreando. Este libro intenta indagar esta cuestión.

            Pero hay un detalle más, que tal vez haya sido el disparador que me lleva, finalmente, a terminar esta obra largamente meditada. En noviembre de 2014 viajé a Tierra Santa como becario de la Fundación TESA, en su Programa de Formadores de Opinión para la Paz. Luego de pasar por Turquía y Jordania entramos en Israel por Eilat y arribamos a Jerusalén hacia finales de noviembre. La visita a la Iglesia del Santo Sepulcro coincidió con un momento en el que contraje una bacteria que me provocaba un fuerte malestar y fiebre, lo cual hizo que el recorrido por la Vía Dolorosa hasta la Iglesia fuese un verdadero esfuerzo. Ese día mi cuerpo debió entender que mi alma tenía otras urgencias, pues no podía dejar de visitar aquél santo sitio.

            Al llegar al interior de la Iglesia, mientras el resto del contingente recorría su laberíntica estructura, me quedé conversando con el guía respecto de la misteriosa desaparición del cuerpo de Godofredo, que junto a su hermano Balduino, había descansado en ese lugar hasta que un oportuno incendio permitió a los curas ortodoxos “hacer desaparecer” los cadáveres de ambos. Los griegos –que actúan como si fuesen los dueños de sepulcro de Cristo- sentían la presencia de aquellos reyes cristianos latinos como una espina clavada en su soberbia. O quizá, tal vez, guardaban el rencor del maltrato y las vejaciones a los que fueron sometidos en la sexta Cruzada, que tenía por objetivo reconquistar Jerusalén y terminó saqueando Constantinopla.


            Lo cierto es que el guía conocía esta historia y me prometió que antes de irnos me llevaría al lugar donde, originariamente, habían estado sepultados ambos reyes. Seguimos recorriendo aquel interminable edificio hasta que en una de sus capillas me flaquearon las fuerzas y me senté a esperar a que el guía hiciese su trabajo con el resto del grupo. Me recosté en un banco de piedra sin dejar de pensar que Godofredo y su hermano Balduino habían vivido, caminado, reconstruido la antigua Iglesia dentro de estos muros y que aquí habían descansado hasta que los griegos cometieran la indigna fechoría de profanar sus sepulcros. Durante un largo rato medité acerca del sitio donde estaba; de la escandalosa división de los cristianos que se reparten cada pared, cada altar o escalón que forma todo ese conjunto arquitectónico como los hijos que despedazan la herencia de su padre. Me sentí abrumado por esa división e imaginé al duque Godofredo mirando Jerusalén desde el Gólgota. Fue entonces que el guía se me acercó, e inclinando su cabeza hasta mi oído me dijo que desde que habíamos entrado a esa capilla yo había permanecido sentado sobre la que había sido la tumba de Godofredo. Lo que ahora eran dos asientos de piedra, al costado de un pequeño pasillo que unía dos capillas, habían sido hasta el siglo XIX el lugar de descanso de los dos primeros reyes de Jerusalén. No puedo describir el río eléctrico que corrió en mis arterias. Supe entonces que, a mi regreso, terminaría el libro que comencé a escribir hace ya dos años sobre Godofredo de Bouillón y el sentido de la Caballería en el Siglo XXI.   

martes, 27 de enero de 2015

Sobre este sitio y su autor

La figura de Godofredo de Bouillón forma parte de mi vida desde la temprana adolescencia. Cuando terminé la escuela primaria, teniendo doce años, sabía más acerca de su vida que la de los héroes de la Independencia de mi país, y conocía más de la historia de la Edad Media que de la de mi joven Patria sudamericana. Se podría decir que algo andaba mal en mi educación; pero no sería justo echar la culpa a mis maestros de escuela ni a mis padres. Por cierto mi padre sabía bastante de historia argentina.

Pero a mí me atrapó la Edad Media. Para esa época –fines de la escuela primaria- nos mudamos a un suburbio de Buenos Aires lo cual en un principio fue traumático para toda la familia, acostumbrada a la vida en el centro de la ciudad.

En Villa Pueyrredón pronto descubrí una biblioteca pública y me hice socio y habitual concurrente. Pese a lo humilde de la colección, allí, en esos estantes de la “Biblioteca Popular Pueyrredón Sud”, encontré todo lo que necesitaba. Y comenzó mi pasión por los castillos y los castellanos, los caballeros y los torneos, las novelas de caballería y las leyendas medievales. Pero por sobre todo eso descubrí un acontecimiento que significó una bisagra en la historia: las cruzadas.

Uno puede abordar la cuestión de las cruzadas desde diversos puntos de vista: necesidad de expansión territorial, intereses económicos, fanatismo religioso, manipulación de la fe en aras del control de las rutas comerciales y un largo etcétera que depende de la escuela o la corriente política a la que se adhiere. Sin embargo todos estos elementos –que sin dudas también formaron parte de las cruzadas- hay un eje que tiende a diluirse y hasta desaparecer del análisis. Me refiero a la verdadera intención, profunda, arraigada y sincera, de recuperar el Santo Sepulcro. Este imperativo no nació con Urbano II y los barones de la primera cruzada; tenía antecedentes que se remontaban a la pérdida de Jerusalén a manos de los árabes del Califato Omeya en 614 y llevaba cinco siglos de maduración cuando, finalmente, se dieron las condiciones que precipitaron aquella primera expedición armada a Tierra Santa.

Cuando tuve la edad en la que los muchachos comienzan a leer los diarios e interesarse por la política internacional, encontré signos y acontecimientos que sólo podían comprenderse en el marco de las cruzadas y sus consecuencias. Con  el tiempo, el estudio y la investigación, entendí que las cruzadas nunca habían terminado sino que, en todo caso, habían sufrido largos períodos de tregua que permitieron especular con que se habían extinguido. Hoy sabemos que no ha sido así.

Pero resulta muy difícil comprender la historia de las cruzadas sin un estudio profundo de sus protagonistas. La primera cruzada, que de algún modo marcó el rumbo de las siguientes y fue la única a la que podríamos denominar exitosa, tuvo como líderes a un importante grupo de barones entre los cuales sobresalen claramente tres: Godofredo de Bouillón, Raimundo de Tolosa y Bohemundo de Tarento: un belga, un provenzal y un normando. El primero de ellos, Godofredo, llamó mi atención por su vida, por su violencia, por su piedad y por la extraña determinación de partir a la expedición armada dando por descontado de que no volvería a Europa, como si supiera que su destino era el de recuperar y defender al Santo Sepulcro. Su perfil gris, tan alejado del piadoso caballero que propone Llull como del pérfido señor feudal que martiriza a su pueblo, Godofredo representa el apogeo del heroísmo en su estadio más primitivo , de la fe forjada en la crudeza, del deber llevado al extremo del sacrificio personal en aras de la búsqueda de la Salvación, ese fenómeno escatológico que se encuentra en el cetro de la vida medieval y que es más significativo que cualquier otro argumento económico o político.

Godofredo conde de Bouillón
Duque de Lorena
Defensor del Santo Sepulcro

La caballería encontró en las cruzadas su más noble manifestación, pero también se puso a prueba a manos de la crueldad, el fanatismo, la ambición y la locura. Como siempre ocurre en las grandes catástrofes, el hombre muestra las dos caras de la condición humana.

Tierra Santa carga la cruz de haberle dado al mundo tres de sus más grandes religiones. En esa fertilidad de Dioses hay que buscar las causas de su tragedia. Sus Dioses no son el mismo Dios por más que queramos  encontrar una solución  simplista a la cosa. Podemos reconocer muy bien al Dios de los judíos en el de los cristianos; pero no es tan fácil encontrar al Dios de los cristianos en el de los musulmanes. No se trata de un maniqueísmo religioso ni de un atentado al ecumenismo, sino de una realidad que está a la vista. No se ha ganado la paz tratando de ver el parecido de ambas religiones; en todo caso sería más plausible intentar comprender las diferencias, aceptarlas como tales y ver cómo seguimos. En eso estaban los pulanos (las primeras generaciones de cristianos francos nacidos en Tierra Santa, hijos y nietos de los conquistadores) cuando Gui de Lusignan llevó al ejército cruzado a los Cuernos de Hattin (1187) para hacerlo morir a manos del kurdo Yussuf Salah ha Din.

El devenir de la vida me llevó a abrazar la perspectiva del caballero. Puede sonar anacrónico en el siglo XXI, pero como he intentado presentarlo en el artículo anterior, muestro tiempo necesita de caballeros (y de damas) que reconstruyan el tejido roto de una cultura que se encuentra bajo fuego cruzado. Desde este sitio intentaré acercar al lector algo de aquello que ha sido dado en llamar “caballería” aportando la experiencia vital de quien, con sus claroscuros, espera ser recordado –más que por ninguna otra cosa- que por la búsqueda de la virtud y de los ideales de la Orden de la Caballería.

lunes, 26 de enero de 2015

Recrear la Caballería en el Siglo XXI

“…Te saludo Virgen María, que has derrotado al mal, esposa del Altísimo y madre del más dulce cordero. Reina eres de los cielos, Salvadora de la Tierra; los hombres suspiran por Ti y los malvados te temen.”
“…Tú eres la ventana, la puerta y el velo, el patio y la casa, el templo, la tierra, lirio por Tu virginidad y rosa por Tu martirio.”
“Tú eres el huerto cerrado, la fuente del jardín que lava a los mancillados, purifica a los corrompidos y da vida a los muertos...”
“…Tú eres la dueña de los tiempos, la esperanza, después de Dios, de todos los siglos, pabellón de reposo del rey y asiento de la divinidad.”
“…Tú eres la estrella que brilla en el oriente y disipa en el occidente las tinieblas, la aurora que anuncia el sol y el día que ignora la noche…”

“…Tu que has engendrado al que no engendra, confiada como madre que ha cumplido su misión, reconcilia al hombre con Dios. Ruega, Madre, al Dios que diste a luz, para que nos absuelva y, después de perdonarnos, nos confiera la gracia y la gloria. Amen…”

Plegaria de un escudero, la noche de vigilia, previa a ser armado caballero
Anónimo, siglo XI

                  Difícil imaginar a un adolescente de diecisiete años, en el siglo XXI, rezar esta plegaría en la penumbra de una iglesia, iluminado apenas por un pábilo, frente a un altar desnudo, acompañado de su padrino. Lejano a nuestra cultura ha quedado el ritual de la “vela de armas”, en la que hombre dejaba atrás, definitivamente, el mundo de los niños para asumir su papel y su destino frente a Dios, su Iglesia y la comarca sobre la que tendría responsabilidad sobre vidas y bienes.

                Pero este ritual era muy común en el siglo XII. Frente al escudero se colocaba su espada, aquella que lo acompañaría el resto de su vida, para la salvación o la condenación de su alma. Su alma y su espada serían reflejo una de la otra. Si el alma era pura la espada se empuñaría con pureza en una causa justa. Si el alma era impura el acero se volvería negro, dominado por las tinieblas de la ambición y el orgullo.

                El siglo XII era un mundo de blancos y negros, sin demasiado lugar para tantos matices. La duda era una pesada carga que los espíritus evitaban a toda costa. Resultaba casi inhumano darle lugar a la angustia existencial en un entorno donde todo era rudo, tanto para el siervo que a duras penas cosechaba su siembra, como para el castellano que debía proteger su terruño, y con él a sus gentes con sus huertos y pastoreos y también a su propio Señor. En la pirámide feudal todo era un equilibrio en constante riesgo. Un universo tan inestable necesitaba reglas certeras, firmes, permanentes.

             Es cierto que la caballería puede vislumbrar antecedentes en el mundo clásico, especialmente en Roma. Pero fue en la Edad Media, y en particular en el siglo XII donde encontró sus modelos más perfectos y alcanzó la cumbre de la aspiración virtuosa. Fue un largo proceso surgido de la necesidad de encontrar un orden justo, en armonía con la fe que ocupaba todos los espacios de la sociedad. Un devenir de transformación en transformación, producto del pensamiento colectivo de señores y clérigos, reyes y abades, que perseguían el sueño de recuperar Jerusalén, perdida a mano de los paganos en el siglo VII. Pero, a su vez, se trataba de la búsqueda de la propia Jerusalén, una que existía en la conciencia profunda de cada cristiano y que encarnaba la esperanza de la vida eterna, el sentido escatológico de la tragedia humana.

             Eran tiempos difíciles, ciertamente. Pero en términos de fe corrían con cierta ventaja respecto de nosotros. Los ideales estaban atados a esa fe; y a ningún padre le faltaba el coraje para educar a sus hijos en el amor y en el temor a Dios, enseñando la prudencia antes que la liviandad; la humildad antes que la ostentación; el respeto al anciano y a las mujeres antes que la vaguedad irresponsable que conduce a nuestra sociedad a la deriva. Se veneraba a los héroes y más aún a los que habían muerto por sostener los juramentos de la caballería. Los niños sabían que sus días de juegos estaban contados y serían escasos. Que la vida no era un paseo gratuito y prolongado sino uno corto en el que cada jornada sería examinada en el final, cuando cada quien fuese sometido al juicio en las puertas del cielo.

                La libertad era un bien amado al que sólo unos pocos se les otorgaba como gracia. Aún así nadie era verdaderamente libre, porque la conciencia pesaba tanto como el contexto. Era un mundo en donde el corrupto, el traidor, el malviviente y el cruel no podían mimetizarse tan fácilmente como ocurre en nuestro mundo pleno de anonimato. Quien era libre sentía una gratitud de tal magnitud frente a la Providencia que, cuando un caballero renunciaba a ella para vestir el hábito de monje se producía a su alrededor un silencio reverencial, como si hubiese nacido un santo. Aquél que teniendo el don de la libertad renunciaba a ella para someterse a una Regla en donde el único destino era la pobreza, la abstinencia y la obediencia en eterna observancia del servicio a Dios, era sin dudas de los más valientes entre los hombres. Así lo narran las crónicas y así lo atestiguan miles de nombres de grandes guerreros enterrados en los camposantos de las abadías de toda Europa.



                En el siglo XII -en el que dos frentes de batalla se libraban contra los sarracenos, en España y en el Levante- surgió con potencia inusitada el deseo de reunir ambos órdenes, el de la caballería y el de la vida monástica, y nació un  nuevo tipo de caballero, mitad guerrero mitad monje. La caballería ocupó entonces la cúspide del modelo cristiano. Estas órdenes monástico militares amalgamaron, en un solo corpus, el humus de muchas tradiciones forjadas entre Finisterre y las estepas del Este. Desde tiempos romanos, invasión tras invasión, los bárbaros habían moldeado el sincretismo entre las tradiciones de Roma –a las que no querían renunciar sino abrazar- y las propias, que terminarían enriqueciendo a las viejas instituciones del antiguo Imperio.

                De todos los libros que se han escrito sobre la caballería hay uno que destaca, tanto por su originalidad como por el rumbo que traza. Lo debemos a la pluma de Ramón Llull (1235-1315), teólogo, filósofo y místico catalán, publicado en 1276 con el nombre “Libro de la Orden de Caballería”. Se cree que fue escrito para un escudero que debía ser armado caballero. Su lectura es materia obligatoria para todo aquél que pretenda comprender esta condición; permítaseme citar cuatro párrafos de su Primera Parte titulada “Del Principio de la Caballería”

“…Faltó en el mundo la caridad, lealtad, justicia, y verdad; empezó la enemistad, deslealtad, injuria y falsedad; y de esto se originó error y perturbación en el Pueblo de Dios, que fue creado para que los hombres amasen, conociesen, honrasen, sirvieren y temiesen a Dios. Luego que comenzó en el mundo el desprecio de la justicia por haberse opacado la caridad, convino que por medio del temor volviese a ser honrara la justicia: por esto todo el pueblo se dividió en millares de hombres y de cada mil de ellos fue elegido y escogido uno, que era el más amable, más sabio, más leal, más fuerte, de más noble ánimo de mejor trato y crianza que todos los demás…”

“…Se buscó también entre las bestias la más bella, que corre más, que puede aguantar mayor trabajo, y que conviene más al servicio del hombre; y porque el caballo es el bruto más noble y más apto para servirle, por esto fue escogido, y dado a aquel hombre que entre mil fue escogido; y este es el motivo por el que aquel hombre se llama caballero…”
“…Habiéndose destinado para el hombre más noble el bruto más generoso, convino que entre todas las armas  se escogiesen y tomasen las que son más nobles y conducentes para combatir y defenderse de las heridas y de la muerte; y estas son las que se apropiaron al caballero…”

“…Al que quiere entrar en la Orden de la Caballería le conviene considerar y meditar el noble principio de la Caballería; y es menester que la nobleza de su corazón y buena crianza lo haga concordar y avenir con el principio de la Caballería, porque si no lo hace así, es contrario al Orden de Caballería y sus principios; por esto no conviene que la Orden de Caballería admita en la participación de sus honras a los que la son enemigos, contrarios a sus principios…”

Ramón Llull describe en su libro al oficio del caballero, cómo debe ser examinado el escudero que será armado caballero, al modo en el que debe ser recibido en la caballería, a la significación de las armas y de sus costumbres. Finalmente habla de la honra que se debe hacer al caballero. Afirma Llul que así como un Príncipe o Rey o Señor de un Estado no puede serlo sin haber sido armado caballero, por esa misma razón le debe respeto y honra al caballero, pues es a quien, en definitiva, tendrá a su lado en el campo de batalla.  

Pero, en estos primeros párrafos, encontramos la justificación del caballero: el mundo que ha engendrado la injusticia, la enemistad, la deslealtad, la injuria y la falsedad y necesita de hombres que reparen ese desorden, poniendo en juego todo lo que sea necesario. ¿No es acaso la descripción del mundo que nos rodea? El escudero recitaba la divida de la Orden de Caballería: Mi alma a Dios, mi vida al rey, mi corazón a mi dama, mi honor a mí. Pero todo se resumía en el honor, que dependía de mantener vivo el oficio de caballero, y ejercerlo.

El siglo XXI adolece de todas las faltas de las que se lamenta Llull, y que dieron lugar a la creación de la Orden de la Caballería; pero a diferencia del siglo XII, en este siglo son muy pocas las personas que pueden asumir este compromiso. El honor es relativo, entonces todo se ha vuelto mucho peor, pues el alma está en interdicto, la vida se reserva para el único y propio beneficio, el corazón ha cedido el amor a la simplicidad del vínculo frágil, efímero, y a nadie importa qué significa exactamente la honorabilidad.

Es justamente por esta carencia, que la Orden de la Caballería ha perdurado, aún en una mínima y desapercibida existencia, y comienza a sacudirse del profundo letargo al que había quedado relegada en los últimos dos siglos. Nos toca vivir en un mundo donde los valores de la fe, el honor y la justicia se guardan en la intimidad por temor a desentonar con los tiempos. La cultura se convierte en multicultura, es decir, en todas y ninguna. La vaguedad de conceptos en cuanto a temas sensibles como “familia”, “religión”, “tradición” y “deber” son inmediatamente sospechados de ideologismos vinculados con el oscurantismo, la segregación, la discriminación y el ataque a la libertad de conciencia.

Durante décadas, especialmente luego de terminada la Segunda Guerra Mundial, Occidente vio crecer un movimiento libertario que vino a poner en la picota a todos estos valores que conformaban la sociedad construida durante siglos. El mayo francés, el existencialismo, el deconstructivismo y el relativismo como conjunto del abandono radical del modelo cristiano nos ha dejado un vació de valores tan extremo que nos lleva a una sociedad al borde de su extinción cultural. Bernadr Tschumi –se dice que es uno de los arquitectos que mejor ha interpretado a la filosofía decontructivista de Jaques Derrida- afirma que La forma no sigue más a la función. Si la respectiva contaminación de todas las categorías, las constantes substituciones y confusiones de géneros son las nuevas directivas de nuestra época, lo mejor sería tomarlas en nuestro provecho.[1]
Si Tschumi está en lo cierto (me asombra su frase “las iglesias se convierten en discotecas”), ya no deberían existir pilares, ni principios, ni siquiera cimientos, porque cualquier cosa puede ser sustituida por otra. Sin embargo, la experimentación intelectual está lejos de representar al grueso de una sociedad confundida.

En la medida en que tomemos conciencia de esta confusión entenderemos que el rol de la Caballería en el Siglo XXI sigue siendo el mismo que en el siglo XII, con la sola diferencia de que no tiene el monopolio de las armas, que han pasado a manos de los Estados Nacionales. La Caballería sigue representando la búsqueda de todo aquello que Ramón Llull expresaba cuando, al principio de su libro describe como la crisis de ausencia de valores que dio sentido a la existencia del Caballero



[1] Broadbent,Deconstruction, a student guide., p. 67