martes, 7 de julio de 2015

La Caballería Templaria en la batalla de Bannockburn

Los Templarios en el ejército de Robert Bruce

         Según una tradición escocesa, numerosos caballeros templarios –que habían huido de Inglaterra luego de la abolición de su orden– se habrían refugiado en Escocia en tiempos en que el futuro rey, Robert Bruce, intentaba liberar a su país de la dominación inglesa. La rebelión escocesa se había iniciado con William Wallace, pero fracasó por las disputas internas de la nobleza. Muerto Wallace, Robert Bruce asumió el liderazgo y enfrentó al ejército de Eduardo II en la batalla de Bannockburn, librada el 24 de Junio de 1314.



         ¿Qué hay de cierto en esto? Evidentemente no existen documentos de la época que puedan considerarse como fuentes en sentido estricto. Pero hay varios puntos que deben ser tenidos en cuenta respecto de la posible supervivencia templaria en Escocia. El primero de ellos es que, a diferencia de lo que ocurrió en Francia, en donde los templarios fueron tomados por sorpresa y apresados en una  de las operaciones policiales más coordinadas y perfectas que recuerde la historia, la situación fue distinta en Inglaterra, Irlanda y la propia Escocia.

         Desde un principio, Eduardo II se oponía a arrestar a los templarios de Inglaterra a quienes respetaba y tenía en alta consideración. Para cuando la Inquisición lo obligó a cumplir con los arrestos, los templarios habían tenido el tiempo suficiente de escapar y buscar refugio. Los primeros encarcelamientos en Inglaterra ocurrieron en enero de 1308, es decir tres meses después de los ocurridos en Francia. En ese momento la situación con la insurrección escocesa ya se tornaba grave y las preocupaciones del rey Eduardo II estaban muy lejos de la cuestión templaria.[1] Algo similar ocurrió en Irlanda, en donde los templarios poseían numerosas prefecturas y castillos. Algunos fueron apresados en el mes de febrero (apenas treinta de una guarnición calculada en 300 caballeros) y no se conoce que hayan sufrido el mismo martirio de sus hermanos franceses, ni mucho menos. Otro tanto sucedió en Escocia, de modo que es muy probable que las fuerzas combinadas de templarios ingleses, irlandeses y escoceses se hayan reunido el algún lugar en el norte del territorio controlado por los hombres de Bruce. Al fin y al cabo, la mayoría de ellos –guerreros de elite, hábiles políticos y con una vasta red de contactos y recursos– habían tenido cuatro meses para planificar la huida y escapar de la cárcel segura, la tortura y la muerte.

         ¿Pero dónde se reunirían? ¿Existen pruebas de que hayan combatido a las órdenes de Robert Bruce? Aquí el tema se torna más complejo, pero a la vez más interesante, porque si así fuera, explicaría por qué los escoceses estuardistas del siglo XVIII –acorralados por el exilio, y decididos a recuperar la independencia de su país– le daban tanta importancia a aquella fuerza militar templaria que había sido decisiva en la guerra librada por Bruce provocándole una dura derrota a los ejércitos de Eduardo II. También explicaría por qué flotaba en la atmósfera de la masonería escocesa este espíritu de cruzada.

Según se sabe, los ingleses marcharon a la batalla convencidos de que los escoceses no contaban con una fuerza de caballería importante. No cualquier jefe militar podía darse el lujo de contar con caballeros bien pertrechados, y en el caso de Bruce se trataba de un ejército en el que los soldados profesionales eran escasos y había gran cantidad de gente de a pié que se le había unido durante la insurrección. Los ingleses conocían esa falencia en las tropas de Bruce y marcharon seguros y confiados, con un enorme ejército muñido de una importante cantidad de caballeros.

Actualmente se considera que el equipamiento de un caballero medieval, con su corcel de batalla, más al menos dos caballos auxiliares, su armadura, sus pajes etc. equivalía al de un tanque de guerra moderno. En efecto, la caballería medieval tenía el mismo poder y rol de combate que la actual caballería blindada. Era impensable para los ingleses, que el rey Robert dispusiera de los medios para armar una escuadra de caballeros que hiciera frente a la suya. La irrupción de una carga de caballería en medio de la batalla habría descalabrado la estrategia de los jefes militares ingleses, inclinando la victoria del lado de los escoceses. Siguiendo la misma línea del relato, esa caballería que irrumpe por sorpresa, no era otra que la de los templarios escoceses, ingleses e irlandeses que habían puesto sus armas al servicio de Bruce.

De acuerdo a las crónicas de la época y a los actuales estudios, el ejército ingles se presentó a la batalla con cerca de 2.000 caballeros y 15.000 infantes, de los cuales una gran cantidad eran arqueros. Por su parte, los escoceses contaban con un ejército de 6.500 hombres de a pié y 500 jinetes. [2]

Lo sorprendente es que los escoceses ganaron la batalla y masacraron al ejército del rey Eduardo II que debió huir, dejando en el campo miles de ingleses muertos y otros miles de prisioneros. La batalla de Bannockburn resulta todavía un desafío para los estudiosos de la guerra y es considerada una de las más importantes de la historia. Pero más allá de la leyenda -que señala que el jefe templario Pierre D’Aumont irrumpió en el campo comandando una gran cantidad de caballeros templarios y sembrando el pánico entre los ingleses- lo cierto es que no se explica esta derrota sin un factor que, al menos oficialmente, nunca fue reconocido.

Esta teoría fue ampliamente difundida por los historiadores del siglo XIX. Recientemente, Michael Baigent y Richard Leigh han hecho un excelente trabajo de recolección de citas y fuentes entre las cuales hay algunas que vale la pena mencionar.[3]

Charles G. Addison, en su obra The History of the Knights Templar, escrita en 1824, afirma que muchos templarios ingleses continuaron en libertad, habiendo conseguido huir de sus perseguidores eliminando por completo las marcas de su antigua profesión, y que algunos de ellos habían escapado disfrazados hacia las zonas montañosas y yermas de Gales, Escocia e Irlanda.[4]

Otros historiador inglés, Anthony Oneal Haye, escribió en 1865”…nos han dicho que habiendo desertado del Temple, se enrolaron bajo las banderas de Robert Bruce y lucharon a su lado en Bannockburn… La leyenda afirma que después de la decisiva batalla de Bannockburn Bruce, a cambio de eminentes servicios, formó con estos templarios un nuevo cuerpo”.[5]

En tanto que el ya citado Robert Aitken sugiere que “…los templarios encontraron refugio en las filas del pequeño ejército del excomulgado rey Robert, cuyo temor a ofender al rey de Francia habría sido sin dudas superado por su deseo de asegurar el concurso de unos cuantos hombres de armas capaces como guerreros”.[6]

Más recientemente Desmond Sewuard afirmaría que todos los templarios escoceses lograron escapar excepto dos, y que sería muy posible que encontrasen refugio con las guerrillas de Bruce, señalando que, de hecho, el rey Robert nunca ratificó de manera legal la disolución del Temple escocés. Podríamos seguir con una larga lista de historiadores que abonan esta hipótesis.

         La tradición afirma que los templarios hicieron una alianza con Robert Bruce y constituyeron la caballería de su ejército, actuando como un factor sorpresa que no había sido previsto por los ingleses. Como hemos visto, esta teoría parece tener cierto sustento histórico. 



[1] Robert Aitken afirma incluso que los inquisidores debieron actuar con premura y salir de Inglaterra rápidamente dado el poder creciente de Bruce y los preparativos para la guerra. The Knights Templars in Scotland.
[2] Black, Jeremy. (2005). The Seventy Great Battles of All Time. pp. 71–73. Thames & Hudson Ltd.
[3] Baigent, Michael y Leigh, Richard, Masones y Templarios (Madrid, Martínez Roca, 2005) pp. 82-84
[4] Addison, Charles G. Ob. cit. p. 213.
[5] Haye, Anthony Oneal, The Persecution of the Knights Templars (Inglaterra, Thomas George Stevenson, 1865), p. 114.
[6] Aitken, Robert. Ob. cit. p 34. 

sábado, 4 de julio de 2015

Los Siete Pilares de la Sabiduría. Thomas E. Lawrence y el último Templario

Aguafuerte sobre mis días en Jordania. Notas sobre el desierto de Wadi Rum y algo sobre la obra de Lawrence de Arabia.

Siendo aún muy joven –un hombre incompleto– llegó a mis manos un ejemplar de La Rebelión de los Arabes, de Thomas Edward Lawrence. Fue un obsequio de una compañera de clases de árabe, con la que compartíamos, allá por 1983, las clases de Irfam que nos daba el sheik Mahmud Husain en el Centro Islámico de la calle Rojas.

Era mi segundo intento con el idioma del Profeta, al cual había arremetido por primera vez a la edad temprana de diecisiete años, fascinado por la tierra en la que se conjugaban la sangre y la palabra como en ninguna otra. Pero como he dicho, cuando leí por primera vez a Lawrence, era todavía un muchacho pretencioso, más atento a mis hormonas que a mis neuronas.

Thomas Edward Lawrence

La obra era un resumen de las acciones militares llevadas a cabo en Medio Oriente durante la primera guerra mundial. Se centra en el nacimiento del movimiento nacionalista árabe en el que Faisal y otros jerifes, con la debida ayuda británica, había derrotado a los turcos que, durante siglos fueron los feroces tiranos y verdugos de aquella región del mundo.

Fue recién en 2012 que mi amigo Daniel Echeverría me regaló la bella edición de Los Siete Pilares de la Sabiduría, publicada por Libertarias y prologada por Jorge Arana –maestro del exordio, un arte a veces desvalorado, que merece leerse como si fuese una obra aparte .

Es decir que debo mis conocimientos de la obra de Lawrence a dos amigos en actos separados por treinta años, hecha la salvedad de que en ese largo interregno no pude abstraerme a su libro sobre la influencia de las Cruzadas en la arquitectura militar europea, obra que comentaremos otro día y que es ajena al motivo de este artículo.

A diferencia de La Rebelión de los Arabes, Los Siete Pilares me encontraron sosegado y reflexivo en la plenitud de mi pasión por Medio Oriente, y sus páginas se revelaron como un sistema capaz de ordenar numerosos cabos sueltos que se habían acumulado en mi memoria con el correr de los años.

Pero como soy un hombre que cree que nada está librado al azar en este mundo, y que Dios prepara el camino para la felicidad y la desgracia, no pude menos que preguntarme entonces por qué mi amigo Daniel me hacía llegar ese libro el día de mi cumpleaños número 54.

Encontré la respuesta en la mañana del 22 de noviembre de 2014. Había llegado al desierto del Wadi Rum –como parte del contigente de la Fundación TESA– desde el norte, descendiendo de Amán hacia las aguas azules del Golfo de Aqaba, por los antiguos reinos bíblicos de Adom, Moab y Edom siguiendo la ruta de los nabateos que atraviesa Petra, la ciudad de los muertos. Todavía se sentía el frío cuando entramos en el parking del Centro de Visitas, enclavado en una planicie de arenisca y granito, conformado por un cuadrilongo de galerías con comercios que venden fruslerías y en donde hay instalaciones sanitarias para los turistas. 

Hacía cuatro días que vivíamos bajo el cielo increíblemente celeste de Jordania. Íbamos hacia el sur con el desierto infinito a la izquierda y las moles de basalto y granito que conforman la cadena montañosa que marca la frontera occidental del país de Abdulla a la derecha.

Al llegar a Wadi Rum, frente a nosotros, dominando el horizonte del centro de turismo, vi una mole de granito que se eleva sobre la arena roja a modo de inmensas columnas agrupadas en un macizo de belleza inigualable. El guía que nos acompañaba en ese tramo del viaje –un colombiano hijo de palestinos, si mal no recuerdo– se me acercó y susurró mirando a la montaña: Allí lo tienes; Los Siete Pilares de la Sabiduría.

Los Siete Pilares de la Sabiduría, en el desierto de Wadi Rum

Después supe que esa singular formación rocosa había sido bautizada con el título del libro de Lawrence, en su honor, recién en 1980. Wadi Rum se encuentra en la ruta que siguió durante la rebelión de los árabes, que llevaría a Faisal y al propio Lawrence a liberar Damasco. Si hasta ese momento Jordania había provocado en mi espíritu una sensación inesperada, esa mañana mi cerebro se actualizó con infinidad de imágenes y metáforas del libro que me había regalado mi amigo Daniel y que ahora convertía a ese desierto en un lugar reverenciado. Lo que teníamos por delante era la ruta de Lawrence.

La corta experiencia en el desierto jordano me obligó a cambiar la perspectiva de muchas de mis más arraigadas convicciones. Siguiendo hacia el sur, más allá de Aqaba, atravesando el Hedjaz, se encuentra Medina, y un poco más al sur La Meca. Veníamos del norte, en donde habíamos visto ponerse el sol tras el Monte Nebo, en el lugar en donde descansan los restos de Moisés. Nos dirigíamos al sur para cruzar hacia el desierto del Neguev, y retomar el rumbo norte camino a Jerusalén.

El desierto había sido nuestra casa durante unos pocos días. Un desierto del que habían surgido las tres religiones que han moldeado la mitad del mundo. Desde el Caucaso hasta los Andes. 

Recordé muchas cosas que algún día escribiré, pero que esta mañana, calamo currente, me brotan del corazón. La primera de ellas tiene que ver con el propio Lawrence y su epopeya. Con Faisal, Abdulla, Alí y los jerifes de la revuelta de los árabes. Se trataba entonces de una guerra librada en nombre del nacionalismo árabe, del cual Abdelkader al-Husayni podría considerarse también un buen ejemplo.

¿Qué hubieran hecho estos hombres con los salafistas? ¿Qué lugar tenía la yihad en tiempos de Faisal? ¿Cómo hubiesen reaccionado los hijos del jerife de La Meca en tiempos de la rebelión árabe contra los turcos ante la sola mención de una guerra santa? Hubiese bastado una seña hecha por Faisal para que el sedicioso fuese fusilado sin más, y olvidado en las estribaciones del Hedjaz, o en la arena roja del Wadi Rum.

La lógica de los árabes, hartos de la opresión turca, era que si los cristianos podían matarse entre ellos, como lo hacían los británicos con los alemanes, bien podían los musulmanes matarse en aras de la libertad y librarse de la crueldad sofisticada de los otomanos. Dios nada tenía que ver con esta guerra. Algo sucedió luego en el corazón de los árabes; algo emponzoñó el alma de los beduinos que olvidaron el espíritu de Faisal y se abrazaron en el odio a todo lo que circunvala su desierto.

Recordé también a Huston Smith y su desesperación, que podía verse en cada programa de su ciclo en la televisión pública norteamericana cuando trataba de explicar que del otro lado de la vasta y dilatada frontera de occidente sólo había un vecino: los árabes. Y que nuestro desconocimiento de su cultura era un hecho exasperante. ¿Cómo íbamos a convivir con vecinos cuya cabeza era para nosotros un misterio profundo? Eso yo lo había comprendido de muy joven, pasando las tardes entre drusos que se acaloraban contando las hazañas de sus padres, que habían combatido en las filas del Beshe Latra contra la policía kurda de los turcos.

Recordé también a Panikkar. ¿Cómo no hacerlo? Vivió tratando de explicar que la dificultad que traza un abismo entre Occidente y el Islam no es otra cosa que la pretensión de universalidad que surca ambas mentalidades y las marca con un sesgo de exclusión indeleble. “Si soy monoteísta no tengo que ser necesariamente fanático; en efecto, en este caso no soy yo quien conoce todas las cosas, aunque crea que hay un Dios que las conoce…” Pero la aproximación cultural, puesta en la mesa de las discusiones es una actitud peligrosa y revolucionaria porque “… toca a lo más profundo que ha fundado toda una civilización…”

Todas estas reflexiones se amontonaban en mi cabeza mientras las camionetas 4 x 4 nos adentraban en las gargantas graníticas del Wadi Rum y su arena roja para llevarnos hasta los caravaneros. Parábamos en los campamentos beduinos en los que nos ofrecían te en medio de una soledad abrumadora. Nos contaban sus desgracias: Desde que el Estado Islámico se había enseñoreado de los desiertos de Siria ya casi no venían turistas y el comercio languidecía. El idioma hacía que me desenvolviera con mucha dificultad; pero recuerdo un pequeño diálogo en Petra con un comerciante de mirra que hablaba un inglés tan malo como el mío. Deprimido por la ausencia de extranjeros y por la guerra cercana me dijo. ¿Qué cree usted Señor que yo quiero? No lo sé, respondí. Me miró entonces con sus ojos amarillentos y me dijo que él sólo quería comerciar, alimentar a su familia, vivir en paz y que nadie con barba le llenara la cabeza a sus hijos. Así de simple. Esa noche en Petra entendí que no era tal el abismo que nos separaba de los árabes. 

No podía dejar de asociar al desierto que nos rodeaba con esa diferencia que señala Lawrence en algún lugar de su libro: "El cristiano busca a Dios en lo profundo de su corazón. El árabe se siente en el corazón de Dios". Tampoco pude evitar el recuerdo de otro libro que cambió el eje de mi  mirada sobre Medio Oriente. Se trata de un ensayo de Peter Brown, El Primer Milenio de la Cristiandad Occidental. Comienza su narración describiendo la vida de un monje cristiano sirio del siglo II. Un hombre que vivía en el mismo ombligo del mundo, a pocos kilómetros de Damasco, de La Meca, de Jerusalén. ¿No era acaso ese el centro y el punto de partida de nuestra cultura? ¿No deberíamos partir de allí para entender lo que nos une y lo que nos separa?

Estos y muchos otros pensamientos me acompañaron en esos días pasados en Jordania. Y volví con un profundo vació. ¿Qué había hecho yo, realmente, para comprender la raíz de esta guerra que nos engulle como un monstruo mitológico? ¿Qué había hecho más que advertir –como Huston Smith– una y otra vez que el fundamentalismo nos lleva al desastre? Y la eterna pregunta: ¿Qué quiere Dios de mi?

A mi regreso tomé la edición de Los Siete Pilares de la Sabiduría y comencé a releer, lentamente, sus ochocientas páginas. Ahora podía entender a Thomas Edward Laurence. Y finalmente sabía por qué mi amigo Daniel me había regalado ese libro.

Dice Lawrence que …todos los hombres sueñan, pero no del mismo modo. Los que sueñan de noche en los polvorientos recovecos de su espíritu, se despiertan al día siguiente para encontrar que todo era vanidad. Mas los soñadores diurnos son peligrosos, porque pueden vivir su sueño con los ojos abiertos a fin de hacerlo posible… Siempre me consideré entre los de esta última clase.

En su magnífica introducción, Jorge Arana describe a Lawrence como cristiano entre árabes; árabe entre cristianos. Y hace una asociación con los templarios. De hecho lo define como el último templario. Resulta curioso que en esos mismos desiertos en los que reina el corazón de Arabia, hayan quedado de pié las más grandes fortalezas del Temple. Kerak se yergue majestuoso a pocos kilómetros del Mar Muerto, en pleno desierto jordano. Al pie de sus murallas se libraron épicas batallas durante las cruzadas. En sus mazmorras los árabes sufrieron a sus carceleros turcos. En tiempos de Lawrence fue testigo del paso de las tropas de Faisal –un verdadero caballero árabe– en su avance hacia Damasco, en donde se convertiría en rey de Irak al finalizar el mandato británico en 1932. Años más tarde Abd Allah, ibn Huseyn, hijo de Hussein ibn Alí, jerife de La Meca, se convertiría en rey de Jordania.

Hoy Irak es un estiercolero en el que se asesinan chiitas persas, peshmergas del Kurdistan y salafistas alienados, todo ellos azuzados por las potencias de la región. Me rompería el corazón ver a Jordania siguiendo el calvario de sirios e iraquíes. Pero los jordanos son pragmáticos. Antes de que partieramos al desierto, en Amman, Faisal Al Rfouh, ex Ministro de Cultura y Profesor de la Universidad de Jordania había sido categórico respecto a la supervivencia del reino Hachemita: "Los israelies saben que sin Jordania tendrían a los tanques iraníes en su frontera. Y nosotros sabemos que sin Israel no tardaríamos en desaparecer..." Por un momento imaginé que en esa mesa, en el rectorado de la Universidad de Jordania, los hombres de Faisal discutían con Lawrence el apoyo británico a la rebelión, sabiendo que ambos se necesitaban en una simetría perfecta. 

La era del nacionalismo árabe agoniza, al igual que agoniza el mundo de Lawrence y el de los hombres que sueñan despiertos. Pero tal vez valga la pena una última carga de la caballería, para recordar al mundo que hubo otras guerras mejores, o si se quiere, más honrosas. 


sábado, 6 de junio de 2015

Apunte sobre orígenes de la Caballería

En la segunda mitad del siglo XX gran parte de la historia sufrió una severa revisión que cambió la percepción de las mentalidades y de los acontecimientos. Una pleyade de investigadores, principalmente de las Escuelas francesa y alemana, puso a consideración el período comprendido entre la Antigüedad Tardía y el Renacimiento.


Como consecuencia de esta revisión, el milenio que se extiende desde el siglo V al XV, denominado como Edad Media, dejó de ser una “época oscura” para convertirse en un telón de oscuridades sobre el que brillaron esperanzadoras luces. El Renacimiento mismo –considerado como el fin de las eras tenebrosas- debió compartir su nombre con varios procesos que se extendieron en la historia medieval y que hoy se consideran “renacimientos” parciales, por caso el denominado “Renacimiento Carolingio”, que terminaron desembocando en el que todos conocemos.

Hubo que reclasificar esos mil años: dividirlos en una Alta, una Media y una Baja Edad Media. Hubo que regresar sobre las crónicas y las sagas de aquellos pueblos “salvajes” y aceptar que el Siglo de las Luces, entre otras calamidades, nos había dejado huérfanos de nuestra propia historia. Incluso hubo que concluir en que aquellas novelas de caballería que tanto amábamos en nuestra juventud no eran más que una versión afeminada y edulcorada, propia del espíritu romántico del siglo XIX. Sin dudas, los caballeros y reyes de tiempos de las cruzadas, eran mucho menos sofisticados que lo que nos pinta la pluma de sir Walter Scott.

Surgió entonces una historia fascinante que nos recordó quienes habíamos sido realmente. Fuimos nuevamente a las estepas y regresamos para encontrar la gloria perdida. Dejamos de lado las complejidades de la especulación filosófica, el refinamiento de una vida adormecida por la comodidad, y la fantasía de que nuestra civilidad se inició con las grandes revoluciones del siglo XVIII. Somos hijos de esa época en la que, en verdad, se forjaron las grandes instituciones de Occidente. La Caballería ha sido una de esas grandes instituciones y -como muchas otras cosas que se presuponen barridas por el positivismo- se reinventa en cada época porque existe una aristocracia del espíritu que no puede ser separada del fenómeno humano.

Su origen se remonta a la Antigüedad Tardía, y va tomando forma en ese interregno entre la caída del Imperio Romano de Occidente y la plenitud del siglo XI, sus ciudades y sus catedrales y el fenómeno extraordinario de las expediciones a Tierra Santa. Son seis siglos que quedan opacados por los fastos del Imperio y el fulgor de la sociedad feudal. Pero es justamente ese extenso período de tiempo en el que se amalgaman dos mundos: el romano y el bárbaro, con sus contrafuertes.

Mientras que en la sociedad romana, al niño que se convierte en hombre se le entrega una toga, en el mundo bárbaro se le entrega un arma. Mientras que a uno se le enseñaran las letras, la oratoria y la política, al otro se le instruye en la lucha, pues deberá sustentar su vida en base a la fuerza.

  En la Antigua Roma existía una clase específica, de condición aristocrática, que hacia la guerra. El hombre que la integraba se definía con una palabra concreta: militaris. Se entiende por militaris al profesional de la guerra. En tanto que la militia es el servicio militar, pero también el arte de la guerra. En la Edad Media, el término militaris quedará reservado exclusivamente para los caballeros; la militia es definida como una fuerza de auxilio, de soporte para la defensa (puede consultarse a este respecto al Lexicon Minus de Niermeyer). De modo tal que una Ordo Militaris debe considerarse como una Orden de Caballería.

A diferencia de Roma, la caballería medieval desarrolla un contenido basado en el carácter de los pueblos bárbaros. Y si bien la Orden de Caballería deviene en pilar fundamental del cristianismo europeo, sus bases, sus formas, sus ideales y fundamentalmente su sentido heroico, hay que buscarlo en la literatura de las naciones que cruzaron el Rin en el siglo V.

Estos pueblos establecidos en el norte de Europa desarrollan un estilo narrativo que se denomina saga, entre las que sobresale  la Orkneyinga Saga (La saga de las Islas Orcadas) de la que J. L. Borges dice que “se lee como una novela”. En la literatura anglosajona La Gesta de Beowulf, a la que podemos considerar como la más antigua y extensa de la Edad Media. En ambos casos, los manuscritos que podemos consultar son del los siglos XI y XII, y comparten el anonimato del autor.

Para la misma época, Geoffrey de Monmouth (Galfridus Monemutensis) escribe en Inglaterra su Historia regum Britanniae (Historia de los reyes de Bretaña) y Gislebert de Mons hace lo propio en Flandes con su Cronicon Hanoniense (Crónica de los Condes de Hainaut). En tanto que en Francia, un monje de nombre Turoldus, escribe La Chanson de Roland (La Canción de Rolando, probablemente el poema épico más bello en su género), y Chrétien de Troyes sienta las bases de ciclo artúrico en su Matière de Bretagne (Materia de Bretaña) basada en la tradición celta y las sagas bretonas.
Es en este conjunto admirable de obras literarias en donde la Caballería encuentra su encarnadura. En un momento en donde la movilidad dentro del marco europeo se produce principalmente a través de la vasta red de monasterios benedictinos, resulta asombrosa la aparición de este género que se extiende desde las playas heladas de las Islas Shetland en el Mar del Norte, hasta los bosques de Sajonia y el Medio Día francés.

En todos los casos, quien escribe busca la exaltación de un conjunto de valores que parece reproducirse con la misma vitalidad en todo el continente. El cristianismo se filtra como protagonista de la historia aún en los confines gélidos de las tierras vikingas. Ya se habla de Roma como del renacido centro de un Imperio en construcción permanente en el que el militaris, el caballero, representa al guerrero virtuoso.

 El caballero es una creación del Medievo. Una instancia superior a la del soldado de infantería, que tiene antecedentes tanto en el mundo romano como en el germánico: “El compañero de guerra germánico –dice Gerald Simons- era más libre que el sirviente armado romano, pero la semejanza general entre los dos, en su calidad de dependientes personales con obligaciones militares, la ponen de relieve en forma destacada los nombres que tenían sus empleos en los dos idiomas. Al sirviente romano se le llama bucellarius (comedor de galletas) en tanto que al compañero de guerra anglosajón  se lo conoce como hlafoetan (comedor de pan)”. Es el sodes (voc. sodalis), que se convertirá en el "camarada de alrmas": el soldado.

Desde el siglo VIII la caballería comienza a tener supremacía sobre la infantería. El feudalismo la instituye como la base de su seguridad militar. Finalmente San Bernardo la eleva a la categoría religioso-militar que constituye su máxima expresión y Ramón Llul la convierte en Ordo. Es el siglo XIII.

George Duby explica que en la primera mitad del siglo XIII los progresos de Occidente conducen a la plenitud de la sociedad feudal. Los dos órdenes que la dominan, el orden de los eclesiásticos y el de los guerreros, se reúnen en torno al rey que conjuga en sí sacerdocio y caballería. El caballero, viril, es el portaestandarte de una sociedad heróica, que parte a la conquista del mundo: “Se asemeja a San Luis, es decir, a Cristo”.

La primera de sus virtudes es la del valor, característica excepcional en una sociedad dominada por el miedo: a la muerte el primero de ellos. “Los caballeros se armaban de valor –dice Duby- en la gran sala escuchando las proezas de Rolando o de Guillermo de Orange. Temblaban en las embarcaciones que los conducían a Tierra Santa, temblaban el día de la batalla, temblaban en los torneos… ¿Para cuántos hombres penetrar en la iglesia, arrodillarse ante la cruz, tocar las reliquias, pronunciar las fórmulas, realizar los gestos rituales, tenía un significado diferente al de fortalecerse frente a la angustia de morir?...”

La muerte ronda al caballero y las gestas la describen con ardor y con temor:

ROLANDO siente que se le nubla la vista. Se incorpora, poniendo en ello todo su esfuerzo. Su rostro ha perdido el color. Tiene ante él una roca parda; da contra ella diez golpes, lleno de dolor y encono. Gime el acero, mas no se rompe ni se mella. —¡Ah! —exclama el conde—. ¡Socórreme, Santa María!...
EL CONDE Rolando pelea noblemente, mas su cuerpo está empapado de sudor, ardiente; siente en su cabeza un dolor violento: al hacer resonar su olifante, se rompieron sus sienes. Pero quiere saber si ha de llegar Carlos. Toma el cuerno y lo toca, pero es débil el sonido. El emperador se detiene y escucha: —¡Señores! —exclama—, ¡gran infortunio nos alcanza! En este día, Rolando, mi sobrino, habrá de dejarnos. La voz de su olifante me dice que le resta poca vida. ¡Quien quiera valerle, clave espuelas a su corcel! ¡Tocad vuestros clarines, todos cuantos haya en este ejército!...

El mundo actual, caracterizado por la volatilidad del tiempo, se vuelve hostil al espíritu de la caballería, porque en esencia se ha vuelto hostil a la virtud. El hombre contemporáneo teme tanto a la muerte que la esconde. La quita de la vista de los niños. Se aparta de los moribundos. Aleja los cementerios de las ciudades de modo tal que la muerte esté fuera de su entorno relajado.

Quien abrace la Caballería, ha de saber que se encontrará con más enemigos que amigos, porque a nadie le satisface ver en otro la virtud perdida y nadie quiere admitir el contraste entre una vida disipada y una consagrada. El hombre virtuoso delata al deshonesto de igual modo que el valiente al cobarde y el industrioso al vago.








miércoles, 28 de enero de 2015

La Espada del Santo Sepulcro

¡Ah..! Jerusalén, la mil veces Santa


“Aquí yace, ínclito, el duque Godofredo de Bouillón,  
que ganó toda esta tierra para el culto cristiano,
cuya alma descansa con Cristo.                                                                                                      
Amén.

Inscripción que se encontraba en la tumba del rey Godofredo
antes de que fuera profanada.


Me encontré con la figura del duque Godofredo a edad temprana. Fue hace más de cuarenta años. Por entonces su rostro era esquivo. No había imágenes digitales. Los viejos libros de historia los mostraban en blanco y negro.

Diría que, por múltiples razones, estaba predestinado a involucrarme con la vida de éste personaje a quien Jacques de Longuyón incluyó en el año 1312 entre los Nueve de la Fama, equiparándolo con otros ocho grandes héroes que lo antecedieron: Héctor de Troya, Alejandro Magno, Julio César, Josué, David, Judas Macabeo, Arturo y Carlomagno. Estos Nueve han contribuido a forjar la imagen del Caballero, del Rex Bellator, cuyo arquetipo atraviesa como una lanza toda la historia de Occidente.  

El tiempo y las canciones romances los volvieron populares entre el pueblo. Una y otra vez, los Nueve de la Fama fueron rescatados por autores, cronistas y trovadores que los glorificaron a través del tiempo. Ni el propio Miguel de Cervantes escapó el encantamiento que sus nombres provoca.

            Godofredo de Bouillón corona estas tres tríadas: Tres guerreros paganos. Tres judíos. Tres cristianos. Sin embargo es en él, el último de la línea cronológica, en donde la caballería encuentra su apogeo. Un contrapunto de Fe y soledad, de Esperanza y desgracia, de Caridad y violencia.

            Leí su nombre por primera vez en un libro titulado Las Conquistas Normandas cuyo autor ya no recuerdo. Una antigua historia de los vikingos en la que, con asombro adolescente, trataba de imaginar cómo, en apenas un siglo, aquellos hombres del norte, nacidos en los fiordos escandinavos, habían circunvalado Europa, desde el Mar del Norte hasta el Oriente del Mediterráneo. Apenas cien años después de la batalla de Hastings y de la caída de Inglaterra a manos de los vikingos, la raza de Guillermo, duque de Normandía, se lanzaba contra los territorios turcos selyúcidas, en el marco de la Primera Cruzada. Bohemundo de Tarento –hijo del temerario duque Roberto Guiscardo- convertido en Príncipe de Antioquia, fundador del primero de los cuatro reinos latinos de Medio Oriente, cerraba uno de los ciclos expansivos más extraordinarios de la Edad Media.

            Sin embargo, Bohemundo era apenas una muestra del mundo que se habría ante mis ojos. Aquella peregrinación armada cuya historia sigue generando enormes controversias, llevó hasta las arenas del Levante a más de cuatro mil caballeros –una fuerza militar equivalente a cuatro mil tanques blindados modernos- nobles de espada, la flor innata de las Casas Ducales de toda Europa. Esto sin contar a las decenas de miles de infantes, sus familias y los trenes logísticos que abastecían semejante tropa.

Arrebatada Jerusalén a los musulmanes, quebradas sus murallas y bañada literalmente en sangre la explanada del antiguo Templo, llegó el momento de elegir al hombre que la gobernaría.  De aquellos más de cuatro mil nobles y caballeros que habían partido, la elección recayó en Godofredo de Bouillón, en uno de los procesos electorales más misteriosos de la historia. Para entonces ya era un mito viviente que apenas gobernaría la Ciudad Santa durante un año, rechazando ser rey allí donde Jesús había sido martirizado. Aceptó –dicen que a regañadientes- el título de Defensor del Santo Sepulcro.

            Fue así que me encontré con el personaje. Más creíble que Arturo, el rey de los bretones; más inabordable que Carlomagno, arquitecto del imperio cristiano. Su imagen se fue configurando en mi mente durante años de lectura, especialmente gracias a muchos de los tantos libros que se han escrito sobre la Primera Cruzada. Pero con el tiempo se fue armando el rompecabezas de la historia de un hombre que sólo transitó en aquella peregrinación armada los últimos seis años de su vida. Si murió a los cuarenta años ¿qué había hecho antes de abandonarlo todo para ir a liberar el Santo Sepulcro? ¿Quién era en verdad Godofredo de Bouillón.

            A medida que me acercaba a su historia, a su vida y a su contexto, descubrí que, al igual que cada uno de los Nueve de la Fama, sus orígenes se funden en el corazón de un misterio. Antepasados míticos, heredero de sangre merovingia, leyendas que se mezclan con fragmentos dispersos, a veces bien documentados, otras de dudoso origen. Hijo de un linaje que llegó a inspirar al propio Wagner, en Godofredo se subsume gran parte de la historia de Lotaringia, la tierra que Lotario legó a sus hijos luego del Tratado de Verdún, una inmensa franja que se mojaba, al norte, en las aguas en el Mare Germánicum y al sur en las orillas de los mares que flanquean Italia, el Mare Hadriáticum y el Tirreno. Un territorio tan vasto que incluía originariamente a los Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo, partes de Alemania y Francia y las regiones al este de los ríos Ródano, Saona, Mosa y Escalda.

            Godofredo nació en el Brabante (Bélgica) -condado en el que vivieron todos mis antepasados, desde hace nueve siglos- y una estatua ecuestre lo recuerda en la ciudad de Bruselas. Es por ello que, con este libro, me sobreviene un sentimiento curioso: Siempre lo he vivido; nunca lo dejaré de escribir. Hay en este relato un eco familiar que se remonta a los días en que encontré aquella obra sobre los normandos, cuyo autor ya no recuerdo. Ese día me enamoré de este oficio de contar historias.



            Pero ésta no es una historia común. No puede ser encarada como una biografía, aunque intente serlo; tampoco un manual de historia, que no lo es. Ni un ensayo sobre el hombre y sus circunstancias, como diría Ortega y Gasset. No hay modo de presentar la mentalidad del duque Godofredo, porque su vida, vertiginosa, lo llevó de un extremo al otro de la política en medio de la Guerra de las Investiduras, del mismo modo que describió la hipérbole que convierte al más aguerrido soldado en casi un monje piadoso. Cuando la fuerza, sanguinaria, se convierte en renunciamiento piadoso, algo ha ocurrido en el alma del hombre. Algo que una historia de las mentalidades no puede explicar de manera sencilla.

            Obligado a reclamar sus derechos desde muy joven, hijo y nieto de mujeres y hombres poderosos de su época, supo ser el campeador del emperador Enrique IV, furibundo enemigo de la Iglesia de Roma. Pero luego de asaltar sus murallas, de someterla a asedio, de matar con su propio garrote el líder del partido papal, cuando todo parecía convertirlo en el brazo fuerte de la corte de Enrique, sorprendentemente abandonó al emperador para convertirse en una de sus peores pesadillas. Fue el momento de la transfiguración, en la que su vida se apartó del legado paterno y abrazó con fervor el mensaje de la Iglesia reformada por los abades de Cluny. Y si hay una llave que explica a la Primera Cruzada, a ese torrente de cristianos armados y desarmados, ricos y harapientos, ciegos de fe, ambición o verdadera conciencia del llamado desesperado de los cristianos de Oriente, esa llave está en Cluny. Godofredo apostó a la tan esperada reforma que pareció retornar a Roma al más virtuoso modelo de cristianismo desde la época de los Santos Padres.

            Nacido en las entrañas del Sacro Imperio Romano Germánico, partió hacia mundos desconocidos, horizontes salvajes como los que se elevaban en el territorio balcánico, o refinados y peligrosos como el silbido de una serpiente en la corte del emperador de Bizancio. No llegó a ver en qué se convertirían los reinos latinos conquistados en Siria y Palestina; como Moisés, apenas pudo ver la Tierra Prometida. Sería su hermano menor, Balduino, el que comenzaría a construir el reino de Jerusalén.

            Como he escrito alguna vez, en el corto plazo de su vida fue protagonista de acontecimientos que cambiaron radicalmente la concepción del mundo. Europa hubo de repensarse. Se abrieron vías de comercio para las flotas de venecianos, pisanos, genoveses y piratas; la Iglesia pareció encontrar un nuevo rumbo en una aurora que, paradójica e inexplicablemente, daría lugar, inmediatamente después, a sus peores páginas. El mundo islámico se vio sacudido en sus cimientos y el viento cambió de dirección, dejando a los califas de Damasco en una profunda crisis de liderazgo. Un enigma difícil penetrar es descubrir hasta qué punto el duque de la Baja Lorena era consciente del mundo que se estaba recreando. Este libro intenta indagar esta cuestión.

            Pero hay un detalle más, que tal vez haya sido el disparador que me lleva, finalmente, a terminar esta obra largamente meditada. En noviembre de 2014 viajé a Tierra Santa como becario de la Fundación TESA, en su Programa de Formadores de Opinión para la Paz. Luego de pasar por Turquía y Jordania entramos en Israel por Eilat y arribamos a Jerusalén hacia finales de noviembre. La visita a la Iglesia del Santo Sepulcro coincidió con un momento en el que contraje una bacteria que me provocaba un fuerte malestar y fiebre, lo cual hizo que el recorrido por la Vía Dolorosa hasta la Iglesia fuese un verdadero esfuerzo. Ese día mi cuerpo debió entender que mi alma tenía otras urgencias, pues no podía dejar de visitar aquél santo sitio.

            Al llegar al interior de la Iglesia, mientras el resto del contingente recorría su laberíntica estructura, me quedé conversando con el guía respecto de la misteriosa desaparición del cuerpo de Godofredo, que junto a su hermano Balduino, había descansado en ese lugar hasta que un oportuno incendio permitió a los curas ortodoxos “hacer desaparecer” los cadáveres de ambos. Los griegos –que actúan como si fuesen los dueños de sepulcro de Cristo- sentían la presencia de aquellos reyes cristianos latinos como una espina clavada en su soberbia. O quizá, tal vez, guardaban el rencor del maltrato y las vejaciones a los que fueron sometidos en la sexta Cruzada, que tenía por objetivo reconquistar Jerusalén y terminó saqueando Constantinopla.


            Lo cierto es que el guía conocía esta historia y me prometió que antes de irnos me llevaría al lugar donde, originariamente, habían estado sepultados ambos reyes. Seguimos recorriendo aquel interminable edificio hasta que en una de sus capillas me flaquearon las fuerzas y me senté a esperar a que el guía hiciese su trabajo con el resto del grupo. Me recosté en un banco de piedra sin dejar de pensar que Godofredo y su hermano Balduino habían vivido, caminado, reconstruido la antigua Iglesia dentro de estos muros y que aquí habían descansado hasta que los griegos cometieran la indigna fechoría de profanar sus sepulcros. Durante un largo rato medité acerca del sitio donde estaba; de la escandalosa división de los cristianos que se reparten cada pared, cada altar o escalón que forma todo ese conjunto arquitectónico como los hijos que despedazan la herencia de su padre. Me sentí abrumado por esa división e imaginé al duque Godofredo mirando Jerusalén desde el Gólgota. Fue entonces que el guía se me acercó, e inclinando su cabeza hasta mi oído me dijo que desde que habíamos entrado a esa capilla yo había permanecido sentado sobre la que había sido la tumba de Godofredo. Lo que ahora eran dos asientos de piedra, al costado de un pequeño pasillo que unía dos capillas, habían sido hasta el siglo XIX el lugar de descanso de los dos primeros reyes de Jerusalén. No puedo describir el río eléctrico que corrió en mis arterias. Supe entonces que, a mi regreso, terminaría el libro que comencé a escribir hace ya dos años sobre Godofredo de Bouillón y el sentido de la Caballería en el Siglo XXI.   

martes, 27 de enero de 2015

Sobre este sitio y su autor

La figura de Godofredo de Bouillón forma parte de mi vida desde la temprana adolescencia. Cuando terminé la escuela primaria, teniendo doce años, sabía más acerca de su vida que la de los héroes de la Independencia de mi país, y conocía más de la historia de la Edad Media que de la de mi joven Patria sudamericana. Se podría decir que algo andaba mal en mi educación; pero no sería justo echar la culpa a mis maestros de escuela ni a mis padres. Por cierto mi padre sabía bastante de historia argentina.

Pero a mí me atrapó la Edad Media. Para esa época –fines de la escuela primaria- nos mudamos a un suburbio de Buenos Aires lo cual en un principio fue traumático para toda la familia, acostumbrada a la vida en el centro de la ciudad.

En Villa Pueyrredón pronto descubrí una biblioteca pública y me hice socio y habitual concurrente. Pese a lo humilde de la colección, allí, en esos estantes de la “Biblioteca Popular Pueyrredón Sud”, encontré todo lo que necesitaba. Y comenzó mi pasión por los castillos y los castellanos, los caballeros y los torneos, las novelas de caballería y las leyendas medievales. Pero por sobre todo eso descubrí un acontecimiento que significó una bisagra en la historia: las cruzadas.

Uno puede abordar la cuestión de las cruzadas desde diversos puntos de vista: necesidad de expansión territorial, intereses económicos, fanatismo religioso, manipulación de la fe en aras del control de las rutas comerciales y un largo etcétera que depende de la escuela o la corriente política a la que se adhiere. Sin embargo todos estos elementos –que sin dudas también formaron parte de las cruzadas- hay un eje que tiende a diluirse y hasta desaparecer del análisis. Me refiero a la verdadera intención, profunda, arraigada y sincera, de recuperar el Santo Sepulcro. Este imperativo no nació con Urbano II y los barones de la primera cruzada; tenía antecedentes que se remontaban a la pérdida de Jerusalén a manos de los árabes del Califato Omeya en 614 y llevaba cinco siglos de maduración cuando, finalmente, se dieron las condiciones que precipitaron aquella primera expedición armada a Tierra Santa.

Cuando tuve la edad en la que los muchachos comienzan a leer los diarios e interesarse por la política internacional, encontré signos y acontecimientos que sólo podían comprenderse en el marco de las cruzadas y sus consecuencias. Con  el tiempo, el estudio y la investigación, entendí que las cruzadas nunca habían terminado sino que, en todo caso, habían sufrido largos períodos de tregua que permitieron especular con que se habían extinguido. Hoy sabemos que no ha sido así.

Pero resulta muy difícil comprender la historia de las cruzadas sin un estudio profundo de sus protagonistas. La primera cruzada, que de algún modo marcó el rumbo de las siguientes y fue la única a la que podríamos denominar exitosa, tuvo como líderes a un importante grupo de barones entre los cuales sobresalen claramente tres: Godofredo de Bouillón, Raimundo de Tolosa y Bohemundo de Tarento: un belga, un provenzal y un normando. El primero de ellos, Godofredo, llamó mi atención por su vida, por su violencia, por su piedad y por la extraña determinación de partir a la expedición armada dando por descontado de que no volvería a Europa, como si supiera que su destino era el de recuperar y defender al Santo Sepulcro. Su perfil gris, tan alejado del piadoso caballero que propone Llull como del pérfido señor feudal que martiriza a su pueblo, Godofredo representa el apogeo del heroísmo en su estadio más primitivo , de la fe forjada en la crudeza, del deber llevado al extremo del sacrificio personal en aras de la búsqueda de la Salvación, ese fenómeno escatológico que se encuentra en el cetro de la vida medieval y que es más significativo que cualquier otro argumento económico o político.

Godofredo conde de Bouillón
Duque de Lorena
Defensor del Santo Sepulcro

La caballería encontró en las cruzadas su más noble manifestación, pero también se puso a prueba a manos de la crueldad, el fanatismo, la ambición y la locura. Como siempre ocurre en las grandes catástrofes, el hombre muestra las dos caras de la condición humana.

Tierra Santa carga la cruz de haberle dado al mundo tres de sus más grandes religiones. En esa fertilidad de Dioses hay que buscar las causas de su tragedia. Sus Dioses no son el mismo Dios por más que queramos  encontrar una solución  simplista a la cosa. Podemos reconocer muy bien al Dios de los judíos en el de los cristianos; pero no es tan fácil encontrar al Dios de los cristianos en el de los musulmanes. No se trata de un maniqueísmo religioso ni de un atentado al ecumenismo, sino de una realidad que está a la vista. No se ha ganado la paz tratando de ver el parecido de ambas religiones; en todo caso sería más plausible intentar comprender las diferencias, aceptarlas como tales y ver cómo seguimos. En eso estaban los pulanos (las primeras generaciones de cristianos francos nacidos en Tierra Santa, hijos y nietos de los conquistadores) cuando Gui de Lusignan llevó al ejército cruzado a los Cuernos de Hattin (1187) para hacerlo morir a manos del kurdo Yussuf Salah ha Din.

El devenir de la vida me llevó a abrazar la perspectiva del caballero. Puede sonar anacrónico en el siglo XXI, pero como he intentado presentarlo en el artículo anterior, muestro tiempo necesita de caballeros (y de damas) que reconstruyan el tejido roto de una cultura que se encuentra bajo fuego cruzado. Desde este sitio intentaré acercar al lector algo de aquello que ha sido dado en llamar “caballería” aportando la experiencia vital de quien, con sus claroscuros, espera ser recordado –más que por ninguna otra cosa- que por la búsqueda de la virtud y de los ideales de la Orden de la Caballería.

lunes, 26 de enero de 2015

Recrear la Caballería en el Siglo XXI

“…Te saludo Virgen María, que has derrotado al mal, esposa del Altísimo y madre del más dulce cordero. Reina eres de los cielos, Salvadora de la Tierra; los hombres suspiran por Ti y los malvados te temen.”
“…Tú eres la ventana, la puerta y el velo, el patio y la casa, el templo, la tierra, lirio por Tu virginidad y rosa por Tu martirio.”
“Tú eres el huerto cerrado, la fuente del jardín que lava a los mancillados, purifica a los corrompidos y da vida a los muertos...”
“…Tú eres la dueña de los tiempos, la esperanza, después de Dios, de todos los siglos, pabellón de reposo del rey y asiento de la divinidad.”
“…Tú eres la estrella que brilla en el oriente y disipa en el occidente las tinieblas, la aurora que anuncia el sol y el día que ignora la noche…”

“…Tu que has engendrado al que no engendra, confiada como madre que ha cumplido su misión, reconcilia al hombre con Dios. Ruega, Madre, al Dios que diste a luz, para que nos absuelva y, después de perdonarnos, nos confiera la gracia y la gloria. Amen…”

Plegaria de un escudero, la noche de vigilia, previa a ser armado caballero
Anónimo, siglo XI

                  Difícil imaginar a un adolescente de diecisiete años, en el siglo XXI, rezar esta plegaría en la penumbra de una iglesia, iluminado apenas por un pábilo, frente a un altar desnudo, acompañado de su padrino. Lejano a nuestra cultura ha quedado el ritual de la “vela de armas”, en la que hombre dejaba atrás, definitivamente, el mundo de los niños para asumir su papel y su destino frente a Dios, su Iglesia y la comarca sobre la que tendría responsabilidad sobre vidas y bienes.

                Pero este ritual era muy común en el siglo XII. Frente al escudero se colocaba su espada, aquella que lo acompañaría el resto de su vida, para la salvación o la condenación de su alma. Su alma y su espada serían reflejo una de la otra. Si el alma era pura la espada se empuñaría con pureza en una causa justa. Si el alma era impura el acero se volvería negro, dominado por las tinieblas de la ambición y el orgullo.

                El siglo XII era un mundo de blancos y negros, sin demasiado lugar para tantos matices. La duda era una pesada carga que los espíritus evitaban a toda costa. Resultaba casi inhumano darle lugar a la angustia existencial en un entorno donde todo era rudo, tanto para el siervo que a duras penas cosechaba su siembra, como para el castellano que debía proteger su terruño, y con él a sus gentes con sus huertos y pastoreos y también a su propio Señor. En la pirámide feudal todo era un equilibrio en constante riesgo. Un universo tan inestable necesitaba reglas certeras, firmes, permanentes.

             Es cierto que la caballería puede vislumbrar antecedentes en el mundo clásico, especialmente en Roma. Pero fue en la Edad Media, y en particular en el siglo XII donde encontró sus modelos más perfectos y alcanzó la cumbre de la aspiración virtuosa. Fue un largo proceso surgido de la necesidad de encontrar un orden justo, en armonía con la fe que ocupaba todos los espacios de la sociedad. Un devenir de transformación en transformación, producto del pensamiento colectivo de señores y clérigos, reyes y abades, que perseguían el sueño de recuperar Jerusalén, perdida a mano de los paganos en el siglo VII. Pero, a su vez, se trataba de la búsqueda de la propia Jerusalén, una que existía en la conciencia profunda de cada cristiano y que encarnaba la esperanza de la vida eterna, el sentido escatológico de la tragedia humana.

             Eran tiempos difíciles, ciertamente. Pero en términos de fe corrían con cierta ventaja respecto de nosotros. Los ideales estaban atados a esa fe; y a ningún padre le faltaba el coraje para educar a sus hijos en el amor y en el temor a Dios, enseñando la prudencia antes que la liviandad; la humildad antes que la ostentación; el respeto al anciano y a las mujeres antes que la vaguedad irresponsable que conduce a nuestra sociedad a la deriva. Se veneraba a los héroes y más aún a los que habían muerto por sostener los juramentos de la caballería. Los niños sabían que sus días de juegos estaban contados y serían escasos. Que la vida no era un paseo gratuito y prolongado sino uno corto en el que cada jornada sería examinada en el final, cuando cada quien fuese sometido al juicio en las puertas del cielo.

                La libertad era un bien amado al que sólo unos pocos se les otorgaba como gracia. Aún así nadie era verdaderamente libre, porque la conciencia pesaba tanto como el contexto. Era un mundo en donde el corrupto, el traidor, el malviviente y el cruel no podían mimetizarse tan fácilmente como ocurre en nuestro mundo pleno de anonimato. Quien era libre sentía una gratitud de tal magnitud frente a la Providencia que, cuando un caballero renunciaba a ella para vestir el hábito de monje se producía a su alrededor un silencio reverencial, como si hubiese nacido un santo. Aquél que teniendo el don de la libertad renunciaba a ella para someterse a una Regla en donde el único destino era la pobreza, la abstinencia y la obediencia en eterna observancia del servicio a Dios, era sin dudas de los más valientes entre los hombres. Así lo narran las crónicas y así lo atestiguan miles de nombres de grandes guerreros enterrados en los camposantos de las abadías de toda Europa.



                En el siglo XII -en el que dos frentes de batalla se libraban contra los sarracenos, en España y en el Levante- surgió con potencia inusitada el deseo de reunir ambos órdenes, el de la caballería y el de la vida monástica, y nació un  nuevo tipo de caballero, mitad guerrero mitad monje. La caballería ocupó entonces la cúspide del modelo cristiano. Estas órdenes monástico militares amalgamaron, en un solo corpus, el humus de muchas tradiciones forjadas entre Finisterre y las estepas del Este. Desde tiempos romanos, invasión tras invasión, los bárbaros habían moldeado el sincretismo entre las tradiciones de Roma –a las que no querían renunciar sino abrazar- y las propias, que terminarían enriqueciendo a las viejas instituciones del antiguo Imperio.

                De todos los libros que se han escrito sobre la caballería hay uno que destaca, tanto por su originalidad como por el rumbo que traza. Lo debemos a la pluma de Ramón Llull (1235-1315), teólogo, filósofo y místico catalán, publicado en 1276 con el nombre “Libro de la Orden de Caballería”. Se cree que fue escrito para un escudero que debía ser armado caballero. Su lectura es materia obligatoria para todo aquél que pretenda comprender esta condición; permítaseme citar cuatro párrafos de su Primera Parte titulada “Del Principio de la Caballería”

“…Faltó en el mundo la caridad, lealtad, justicia, y verdad; empezó la enemistad, deslealtad, injuria y falsedad; y de esto se originó error y perturbación en el Pueblo de Dios, que fue creado para que los hombres amasen, conociesen, honrasen, sirvieren y temiesen a Dios. Luego que comenzó en el mundo el desprecio de la justicia por haberse opacado la caridad, convino que por medio del temor volviese a ser honrara la justicia: por esto todo el pueblo se dividió en millares de hombres y de cada mil de ellos fue elegido y escogido uno, que era el más amable, más sabio, más leal, más fuerte, de más noble ánimo de mejor trato y crianza que todos los demás…”

“…Se buscó también entre las bestias la más bella, que corre más, que puede aguantar mayor trabajo, y que conviene más al servicio del hombre; y porque el caballo es el bruto más noble y más apto para servirle, por esto fue escogido, y dado a aquel hombre que entre mil fue escogido; y este es el motivo por el que aquel hombre se llama caballero…”
“…Habiéndose destinado para el hombre más noble el bruto más generoso, convino que entre todas las armas  se escogiesen y tomasen las que son más nobles y conducentes para combatir y defenderse de las heridas y de la muerte; y estas son las que se apropiaron al caballero…”

“…Al que quiere entrar en la Orden de la Caballería le conviene considerar y meditar el noble principio de la Caballería; y es menester que la nobleza de su corazón y buena crianza lo haga concordar y avenir con el principio de la Caballería, porque si no lo hace así, es contrario al Orden de Caballería y sus principios; por esto no conviene que la Orden de Caballería admita en la participación de sus honras a los que la son enemigos, contrarios a sus principios…”

Ramón Llull describe en su libro al oficio del caballero, cómo debe ser examinado el escudero que será armado caballero, al modo en el que debe ser recibido en la caballería, a la significación de las armas y de sus costumbres. Finalmente habla de la honra que se debe hacer al caballero. Afirma Llul que así como un Príncipe o Rey o Señor de un Estado no puede serlo sin haber sido armado caballero, por esa misma razón le debe respeto y honra al caballero, pues es a quien, en definitiva, tendrá a su lado en el campo de batalla.  

Pero, en estos primeros párrafos, encontramos la justificación del caballero: el mundo que ha engendrado la injusticia, la enemistad, la deslealtad, la injuria y la falsedad y necesita de hombres que reparen ese desorden, poniendo en juego todo lo que sea necesario. ¿No es acaso la descripción del mundo que nos rodea? El escudero recitaba la divida de la Orden de Caballería: Mi alma a Dios, mi vida al rey, mi corazón a mi dama, mi honor a mí. Pero todo se resumía en el honor, que dependía de mantener vivo el oficio de caballero, y ejercerlo.

El siglo XXI adolece de todas las faltas de las que se lamenta Llull, y que dieron lugar a la creación de la Orden de la Caballería; pero a diferencia del siglo XII, en este siglo son muy pocas las personas que pueden asumir este compromiso. El honor es relativo, entonces todo se ha vuelto mucho peor, pues el alma está en interdicto, la vida se reserva para el único y propio beneficio, el corazón ha cedido el amor a la simplicidad del vínculo frágil, efímero, y a nadie importa qué significa exactamente la honorabilidad.

Es justamente por esta carencia, que la Orden de la Caballería ha perdurado, aún en una mínima y desapercibida existencia, y comienza a sacudirse del profundo letargo al que había quedado relegada en los últimos dos siglos. Nos toca vivir en un mundo donde los valores de la fe, el honor y la justicia se guardan en la intimidad por temor a desentonar con los tiempos. La cultura se convierte en multicultura, es decir, en todas y ninguna. La vaguedad de conceptos en cuanto a temas sensibles como “familia”, “religión”, “tradición” y “deber” son inmediatamente sospechados de ideologismos vinculados con el oscurantismo, la segregación, la discriminación y el ataque a la libertad de conciencia.

Durante décadas, especialmente luego de terminada la Segunda Guerra Mundial, Occidente vio crecer un movimiento libertario que vino a poner en la picota a todos estos valores que conformaban la sociedad construida durante siglos. El mayo francés, el existencialismo, el deconstructivismo y el relativismo como conjunto del abandono radical del modelo cristiano nos ha dejado un vació de valores tan extremo que nos lleva a una sociedad al borde de su extinción cultural. Bernadr Tschumi –se dice que es uno de los arquitectos que mejor ha interpretado a la filosofía decontructivista de Jaques Derrida- afirma que La forma no sigue más a la función. Si la respectiva contaminación de todas las categorías, las constantes substituciones y confusiones de géneros son las nuevas directivas de nuestra época, lo mejor sería tomarlas en nuestro provecho.[1]
Si Tschumi está en lo cierto (me asombra su frase “las iglesias se convierten en discotecas”), ya no deberían existir pilares, ni principios, ni siquiera cimientos, porque cualquier cosa puede ser sustituida por otra. Sin embargo, la experimentación intelectual está lejos de representar al grueso de una sociedad confundida.

En la medida en que tomemos conciencia de esta confusión entenderemos que el rol de la Caballería en el Siglo XXI sigue siendo el mismo que en el siglo XII, con la sola diferencia de que no tiene el monopolio de las armas, que han pasado a manos de los Estados Nacionales. La Caballería sigue representando la búsqueda de todo aquello que Ramón Llull expresaba cuando, al principio de su libro describe como la crisis de ausencia de valores que dio sentido a la existencia del Caballero



[1] Broadbent,Deconstruction, a student guide., p. 67